Preguntas al azar

Foto cortesía.

Por El Lector Americano

Túnez 30 de septiembre de 2022.- Alguien me pregunta, de qué escribo, y por qué… y le respondo que hablo de todo y nada. Que no tengo intención de ser un pensador. Solo quiero escribir. Escribir de la vida al desnudo. De las personas, cualquier tipo de personas, que son mi energía necesaria, y conocerles, claro está. Incluso de los ridículos, los locos y los parias, sobretodo estos últimos porque así me siento muchas veces del día. También me gusta hablar de otras cosas. Hablar por hablar pero con sentido; con néctar y semillas. No quiero decir que todo sea inútil, no, no es así; porque al final las cosas que pienso de algunas cosas trato de dejarlas para mis momentos privados, aunque se me note otra cosa en el gesto. Es decir, un hombre común, de esos que le da al punto de giro de algunas personas, solo que, de vez en cuando, tengo algunas buenas ideas de ellas mismas, y de mi, evitando prejuicios recíprocos. A veces también actúo como un romántico viajero con aires de gandul. O inventor de una cita clandestina de esos veranos perdidos. Muy pocas veces pienso en Judas Tadeo, porque pido un deseo, y le pido a él un poco de paz, que me haga descansar de tanto relato contrapuesto… Como cuando salías de clase, y te vuelves a encontrar a esa chica que ahora es una doña de tu misma edad. Amores imposibles. Ese lado salvaje, tras el humo de un cigarrito, o el dulce calavera, o el corsario de barrio que un día supe ser, se configura un relato iluminado. Que la quería demasiado.

En fin, escribir para escuchar el rumor de las alas —por si pasa a mi lado— ese ángel inspirador que a veces me es indiferente. Por eso leo a Neruda casi siempre, allí me siento en mi elemento. Pero estoy claro que nací en otra línea de las formas de elucubrar sobre lo que hay que ver por ahí. Eso sí, me sentiría re contra feliz si pudiera contar un buen relato, de una vida real pero con dosis importantes de mentira. En esto último me destaco. Que sería como no llegar a ninguna parte, y tener fanáticos que te sigan, ¡adelante muchacho! Hacer el camino. El delirio por el delirio mismo. Allí disfruto, cuando mezclo miserables, egoístas, y excluyentes, y todas las personas no estables, que es muy común en la vida, una revuelta de esos que van de notables, para así retratar ese mundo de seres humanos débiles, fuertes, y vulnerables. Oye, tampoco quiero que me odie todo el mundo; solo un 35 por ciento no más. Escribir para generar una comunión con las partes sensibles y bonitas de las personas, y para cada una de ellas se ubiquen en una trinchera.

En fin, así supongo que este caudal de energía narrativa que cargo, me ayuda a buscarle la quinta pata a un gato, siempre y cuando esté con los otros, y con todos ellos, o juntos a la par. O no también.

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Relaciones imposibles… Justo cuando hago una pausa de todo lo que dije arriba, se me acerca esta persona que me preguntó sobre mí, y me dice que le gusta mi narrativa. Que le resulto re interesante y que debemos seguir hablando, y que debo ir a su taller de lectura de libros, pero que ahora no tiene tiempo de hablar conmigo. Y se va sin despedirse. Yo me quedo marcando ocupado y recuerdo el año 1984, cuando todo era posible.

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Relaciones eternas… En 1984, cuando tenía veinte años, estudié talleres de dramaturgia y relato de Mario Villatoro, en el Cidec. Déjenme decirles que aquel fue un año muy instructivo y provechoso para mí en casi todo. Con simpleza y conocimiento, Villatoro dirigía el taller sin jamás permanecer neutral con respecto a uno, a sus talleristas. Cualesquiera fueran las razones que tuviésemos para estar allí, él básicamente no tenía intenciones de usar la ficción como sostén de sí mismo en la jerarquía de los textos cuatrimestrales o en la academia o teoría narrativa. No señor. Porque él era un hombre libre. Generalmente llegaba tarde a clase, disculpándose, y se las arreglaba para escaparse temprano. A menudo tengo dudas acerca de lo que —humanamente— debe ser un buen y consciente guía de talleres de lectura. Pero ojo, Villatoro lo era. Tengo algunas nociones de cómo y por qué lo era, pero esencialmente parece que sólo es necesario mencionar la pasión que tenía por el relato corto, el intenso y fuerte relato corto, ese que muy fácil y apropiadamente se apropia de una sala de clases. Para nosotros estaba claro que le encantaba echar mano a cualquier relato excelente, ya sea de Dostoevsky, Borges, De Maupassant, Defoe, Hemingway, como también de Corin Tellado y Kafka, sin domestizajes, sin prejuicios ostentosos. Allí estaba él, Mario Villatoro, inequívocamente, y por majadero que seguramente pueda sonar, era nuestro Villatoro al servicio del Relato Corto. Pero yo que siempre gusté del relato más bien largo, no quisiera pedirle al Señor Villatoro que se haga cargo de mis cabreadas quejas. Al menos, aquí no. Esto es algo que se ha quedado atascado en mi cabeza por muchos años. Bue!!!

Una vez en clase, ya de noche, Villatoro se sintió con ganas de leer “El sol del atardecer” de Faulkner en voz alta; se lanzó y lo hizo. Una lectura rápida, en un indescriptible y singularísimo tono grave. En efecto, él era mucho menos leyendo la historia en voz alta, pero no así cuando atravesaba cada palabra, muy concienzudamente, con apenas el veinticinco por ciento de su voz. Cualquier persona elegida al azar en la multitud de un subterráneo podría dar una versión más dramática o de “mejor rendimiento”, de lo que allá escuchado en esa clase. Pero ése es el punto. Mario Villatoro se abstenía deliberadamente de rendir bien y de leer maravillosamente. Era como si se hubiese puesto bajo una lámpara de lectura y su voz hubiese pasado a ser tinta y papel. En suma, dejaba en tus manos averiguar cómo es que los personajes decían lo que decían. Recibías el relato de Faulkner, sin intermediario alguno. Nunca antes yo había escuchado a un lector hacerle tantas instintivas y sentidas concesiones a una página parida por un escritor fabuloso. Lamentablemente, nunca conocí a Faulkner, pero siempre tengo presente enviarle una carta sobre esta manera única de leer su prosa que tenía Villatoro. En esta loca y explosiva era, la gente que lee relatos maravillosamente está por todos lados grabando discos, podcast de morondangas, libros autoeditados, registrándose en canales YouTube, a veces sensualmente mostrando el culo (hay una mujer que enseña yoga así), enalteciéndose en televisión o en la radio; pues bien, yo quiero contarle a Faulkner, que posiblemente ha oído innumerables buenas interpretaciones de su trabajo, que Villatoro, a lo largo de toda su lectura, no se interpuso ni una sola vez entre el autor y su amado lector silencioso. Si lo volvió a hacerlo realmente no lo sé, pero la felicidad de cualquiera que haya alguna vez querido alcanzar algo, sabe que la forma del relato corto debe quedarse en casa, intacta, lograda. Saludos a Mario Villatoro, Jorge Vera y todos los que participamos y escritores del taller de dramaturgia y relato del Cidec 1984. ^^^

Coda: Mario Villatoro siempre que me veía me saludaba y se despedía con sincero cariño. Nunca me dejó afuera de su fraternidad. Por eso lo quise, y lo recuerdo, siempre.

 

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