Promesas Rotas

 Alfonso Villalva P.
A los Héroes Anónimos del 31/1 #TorredePemex
Mi compadre Morales, conocido en algunos círculos como el Cuahuis, en clara alusión a los años juveniles que paso en Saltillo, Coahuila, tiene, entre sus virtudes –que son varias-, la de saber vivir bien, como Dios ha mandado, sobre todo cuando se trata de los gustos culinarios y los conocimientos gastronómicos en todos los niveles, en todos los estilos y escaños posibles. Él me hizo el favor de recomendarme con Hugo, a secas, precisando que sobre las hornillas que este último gestionaba en los linderos de la Colonia Anáhuac, la Pensil y el barrio Santa Julia, se preparaban los mejores guisados de la Ciudad de México, sin excepción, ni duda que cupiera.
El nombre de Hugo permaneció en mi lista de pendientes por más tiempo del prudente, sin embargo, un día del 2012, después de un evento protocolario de toda la mañana en Palacio Nacional, y tras haber sorteado el tráfico insufrible para abandonar el Centro Histórico, me vino a la cabeza –o más bien a las tripas- el nombre del recomendado y su centro de operaciones denominado “Tacos Enrique”. Así llegue a la Avenida Marina Nacional, casi esquina con Laguna de Mayran, envuelto por aromas que confirmaban que mi compadre no mintió.
Finalmente, conocí a Hugo, quien me hizo dudar, conjuntamente con su director de operaciones que despachaba tacos por la diestra y albures por la siniestra, si lo mejor de ese changarrito de lámina blanca apostado al pie de la Torre Ejecutiva de Pemex, eran los guisados que preparaban, o esa ensenada al vértigo citadino, que demostraba la alegría por vivir, la afabilidad, la pasión por la excelencia y el orgullo de un oficio heredado por tres generaciones.
Era muy difícil abandonar el sitio ante la alegoría de los albures pintorescos que se lanzaban a los transeúntes, quienes confirmaban con una sonrisa la camaradería, producto de la habitualidad con la que consumían el producto de Enrique precisamente al salir de trabajar de los edificios de la Empresa Paraestatal. Era como una familia dinámica, como un círculo semoviente de parientes y amigos.
Usted sabe como es ese gusto de amistad que se confirma en los ojos y las sonrisas de dos mexicanos que se bromean y alburean entre si, que se la mientan como un gesto del cariño fraterno que se profesan y que se hace patente de esa manera tan singular. Era claro que quien transitaba frente al puesto de tacos tenía lazos añejos con Hugo y con su compañero despachador al frente de las ollas y los cazos.
Entre todo este ambiente, Hugo me hablaba de los orígenes del negocio en la Colonia Portales, donde todavía despachaban tacos varios miembros de su familia, incluido Enrique, su padre; de las décadas que ya contaba instalado a la salida de Pemex, sirviendo a sus miles de empleados a diario, sin falta, durante los cinco días hábiles de cada semana.
Al final, pague sin descuento pero con el pilón de rigor -el de gente decente, vaya, que corresponde a quien cierra una transacción comercial callejera-, merced a las cartas credenciales que me acreditaban compadre de mi compadre, y acordamos vernos muy pronto para hacer una reseña, reportaje o columna de la trayectoria culinaria de toda su familia y la riquísima lista de anécdotas con miles de comensales que pasaron al frente del local.
Dicen que una promesa rota lacera en el cúmulo de desconsuelos, nostalgias por lo que pudo haber sido y nunca fue, por la impotencia de revertir el maldito e inclemente paso del tiempo.
Mientras la televisión de los últimos días lucraba repetidamente con los rostros horrorizados de las víctimas (lesionadas y no), que corrían despavoridas en los alrededores de la #TorredePemex buscando algún tipo de resguardo, las caras de los héroes ciudadanos que una vez más nos inspiran con su valor y desprendimiento hacia los demás, los nombres de quienes murieron, pensé en Hugo y en su alburero despachador de tacos.
Con la esperanza de verlos otra vez, por supuesto, pues su centro de operaciones estaba al otro lado de la explosión, pero con ese sentido de nostalgia solidaria de pensar que ellos, así como muchos otros –así como muchos nosotros-, van a extrañar a los compañeros que ya no regresarán a las sesiones de chicharrón prensado y albures multicolores; así como los huérfanos echarán de menos a sus padres que jamás regresaran de su jornada laboral; así como los hermanos, compañeros y amigos pensarán repetidas veces en lo que pudieron haber hecho y ya no harán con todos y cada uno de los treinta y siete mexicanos que encontraron un destino final e inesperado en las entrañas de la incompetencia, la falta de previsión.
Las promesas rotas generan una sensación de apuro inexplicable entre el diafragma y la cavidad pulmonar. Las promesas rotas se vuelven una pérdida en el balance de nuestra vida, particularmente cuando la muerte sin remedio impide para siempre que las podamos cumplir.
Hay que hacer la nota, columna o reportaje con Hugo, con su alburero despachador de tacos y su tradición familiar gastronómica cuanto antes, en memoria de los amigos de ellos dos que ya no verán jamás; en homenaje a los que no retornarán a casa; pero sobre todo, antes de que otra maldita tragedia garantice para siempre que las promesas seguirán así… rotas.
 
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