Por Alfonso Villalva P.
Es muy difícil para mi explicar lo que pienso; peor lo que siento. Cómo transformar en palabras lo que solamente reconozco como un inexplicable vértigo en el estómago, una apremiante necesidad de salir corriendo y nunca parar; de mojarme en la lluvia y brincar todos los charcos. No sé si es mi personalidad o una característica de la adolescencia.
Recuerdo que con mis amigos allá afuera platicaba, nos decíamos nuestras cosas; con mi novia, también. Quizá solamente se hace difícil cuando se lo tengo que decir a alguien más, alguien mayor. Particularmente cuando las cosas se ponen serias y me siento regañado, acosado, censurado. ¿Es que acaso no me comprenden? Especialmente con el miedo de que papá monte en cólera y me rompa el hocico a bofetadas, así, para que aprenda, para que me haga hombrecito.
Creo que en este sitio se dificultan aún mas las cosas. Hay que estar al tiro…, no hay un momento de reposo. Siempre se está a un tris de perder los dientes en una riña ajena; de sufrir fractura doble de costillas por sostener la mirada equivocada; de perder las escasas pertenencias a manos de una de las pandillas internas que se hacen dueñas del lugar; de perder la virginidad merced a las apetencias incontrolables de uno de los chavos que lideran aquí adentro, vaya, de los que controlan la mota, los privilegios. Los que parten el queso, pues.
Este estado de permanente alerta y vigilia quizá me hace más sensible, aunque al mismo tiempo me frustra no poder articular y describir esa avalancha de sentimientos que se me atragantan en el pescuezo. Siento como si algo muy pesado me estuviese oprimiendo el pecho y no entiendo como liberarlo. ¡Extraño a mi novia, carajo!
Ésta mañana escuchaba en la radio un programa especial de Gloria Trevi. Su trayectoria meteórica pero fugaz a través de la popularidad con la raza mexicana, colombiana, chilena. Se convertía, al parecer de forma irremediable, en un monstruo del pop, hasta que su vida tomo un giro inesperado y se precipitó por el vacío de la degradación y la complicidad lacerante. La estrella se apagó y se fue por el retrete. Ésta mañana ella cantaba “El recuento de los daños”, y “Doctor psiquiatra”. Hoy sonaba más triste que de costumbre, no se.
Es curioso, pero algo se removió al escuchar a la Trevi. No es que yo sea su fan ni mucho menos. Yo no había nacido cuando ya ella -así como yo hoy-, estaba en una cárcel. Sin embargo, las notas que emanaban de su garganta, o quizá su paradigmática figura que conservo en la mente, me engancharon. Ella hablaba del holocausto de un amor cruel que la llevaba a hacer un recuento de daños ya en la ignominia y de la imperativa acción de familia y educadores para llevarla con un psiquiatra que presumiblemente estaba más interesado en observar como cruzaba las piernas que en las confusiones emocionales que le avasallaban -como blitzkrieg-, mente, duodeno y corazón.
Me sentí identificado con ella. Creo que todos hemos tenido nuestra propia versión del lenón que a ella le desgració la vida. Y recordé a Miguel, del que todos queríamos ser amigo porque era audaz, rompía reglas y gozaba de una libertad inusitada pues vivía con su anciana abuela sin límites. Fumaba con estilo y siempre parecía tener la habilidad de conseguir un toque, una botella de ron, sospechosa de mamá que siempre le mantuvo fuera de casa hasta la noche, totalmente ajena a mi vida.
Quizá ni mamá ni yo salimos buenos para querernos. Nunca pude llorar mis miedos en su regazo. No le supe pedir jamás un abrazo. No recuerdo la última vez que me besó. Su olor magnifico me sorprende hoy por las noches mientras lloro en silencio contra la almohada, queriéndole decir a ella que nunca quise ser el culpable. Su perfume delicioso parece pertenecer a una vida distinta.
Twitter: @avp_a