Por Alfonso Villalva P.
Mira, siempre dije que la necesidad, que la maldita hambre que me producía retortijones en las tripas, dolores de panza que por las noches me hacían sudar, frío, feo, mientras pensaba en la letra que tenía que pagar a nuestra líder del barrio, Fabiola Campollanes, quien fraccionó lotecitos de veinte metros y nos los vendió en cómodas mensualidades hasta completar los veinte mil pesos de valor real, al momento, dice ella, en que nos entregue las escrituras.
Pero pensaba en ella, en Fabiola, mientras apretaba la panza que hacía un escándalo espantoso por la falta de pan, y me recordaba la cara de Arturo, mi hombre, que cuando estaba sobrio, nos contemplaba mientras soltaba sus lágrimas de impotencia, sus gotitas saladas de resignación y derrota, nos seguía con sus ojitos tristes a mí y a mis hijos, pa’ donde quiera que fuéramos. De un lado al otro de la casita de tabicón gris, meneando nuestros huesitos, pa’ agarrar calor, sobre todo en enero, pos aquí en la loma las heladas azotan sin clemencia a los que más hambre tienen, a los que fácilmente se quedan muertos como pajaritos, de vez en cuando, en un rinconcito cerca del hogar.
Y así pasaba todo el rato, y las noches y las mañanas. Y un día le hice caso a Maribel, pos ella ya estaba experimentada. Y me tocó el lado flaco, me hizo ver que lo único que yo había hecho bonito, pos era Gilbertito, el mas chico de mi prole. Y qué pues, no había que ser egoísta e impedirle un futuro más a modo, más prometedor. Escuela y toda la cosa, juguetes como los niños del comercial de canal cinco, baño diario, de riguroso calentón, y un plato grande de frijoles con carne hasta hartar. Ella ya tenía a dos colocados, y mire, me dijo, si viera que contentos y que sonrientes se ven.
Además, estaba la otra parte. Pos si el kilo de frijoles costaba doce pesos, imagínese, me advirtió, como cuantos compraría con unos veinticinco mil, que era lo que siempre dan. Y cuantos zarapes. Y un pomo del fino pa´ su viejo. Y jabón pal’ resto de la pandilla, y zapatos, y dignidá. Además, así todos ganan, verá, Gilcito rete contento, usté se quita el frío y le adelanta unas letras a Doña Fabiola, en una de esas hasta le llega a las escrituras, y de ahí pal’ real, casa propia y toda la cosa. Y después quien quita, vuelve a hablar con Doña Merce, y hasta le devuelve a Gilcito, o le consigue visitarlo en la casa donde viva, que será una mansión, y hasta su navidadcita le compartieran los de la familia afortunada que le de calor de verdad al niño, educación y modales pomadosos, de esos como los que salen en las comedias de las siete.
Y pos después de darle tantas vueltas, me dejé convencer, le di la bendición a Gilcito y se lo entregué a Doña Merce, quien sonriente tomó al niño de la mano y me miró a los ojos con una mirada de esas que crispan la columna vertebral. Puso en mi mano un rollo de billetes y me advirtió que no se iba hasta que contara, y contara bien, que ella era una mujer decente, y siempre entregaba cuentas claras a la hora de mercar. Y ahí voy yo, y luego de los veinticinco que me sigo de rebote con los de a quinientos, hasta llegar a treinta y dos. Miré a Doña Merce sorprendida, pero ella sonrió y me dijo, es que los ojos de Gil, mi amiga, lo hacen muy especial.
Y tan tranquila, a comprar una carnota, y frijoles, y pintura pa’ las paredes, hasta un florero pa’l retrete. Toallas grandes y una bañera que los sábados calentaba pa’ mi Arturo, pa’ que se la curara después de la parranda a la que ahora sí, como un Don de verdad, invitaba a los cuates. Y no te lo niego, fíjate bien, fue la pura necesidá, pero también el gusto invaluable por los lujitos, por verle la cara a Campollanes cuando le adelanté diez letras de un sopetón. Y qué bonito perjume, mi vieja, decía Arturo cuando me veía estrenar mis blusas de encaje, y mis medias de color.
Hasta que vino el idiota de Raúl, y me abofeteó dizque por estúpida. Y me arrancó mis encajes, y me embarró mis maquillajes, y me jaló de la mano hasta subirme al Microbús, y me llevó, el cretino de mi hermano, hasta la central de los judiciales. Y yo de bruta, te digo, sin saber de que se me acusaba, hasta que vino el gordo prieto ese y me dijo, si serás bestia de veras, si vienes a un reconocimiento. Y me llevaron atrás, a un cuarto con refrigeradores, y abrieron un cajón como de acero muy brillante, y así, sin más, de golpe, levantan una franela gris y mugrienta, y maldigo a Dios tantas veces como puedo, y le vuelvo a ver para reconocerle detrás de esas dos cavernas que le ocupan, amoratadas, la mitad de la cara angelical.
Y entonces sí, qué necesidad ni que la fregada, agarré mi rollo de billetes, los de a quinientos, que todavía apretaba contra mi pezón, y compré una caja muy bonita, la más blanquita, la más santita, para arropar de nuevo a Gilcito y darle ese lujo que merecía, el lujo que podían pagar, los remanentes de aquellos treinta y dos mil pesos.
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