Por Reinaldo Spitaletta
Desde Isabel viendo llover en Macondo hasta Cien años de soledad, su gran novela fundacional, el finado García Márquez inventó un mundo y agotó, con maestría, un tema. Esta condición lo convirtió en un clásico de la literatura universal. Alcanzar, por ejemplo, que en la lengua existan palabras como macondiano o garciamarquiano, es lograr la estatura de Dante, Rabelais, Cervantes, Kafka, Shakespeare y Faulkner, por citar solo a algunos genios, que aportaron denominaciones y vocablos propios a sus respectivos idiomas.
García Márquez, referente cultural de varias generaciones en Colombia, también sufrió persecuciones en su país. Y prohibiciones de lectura de su obra. Voy a recordar una historia sucedida en Montelíbano, Córdoba, en 1984, cuando en un colegio de aquella población botaron a una maestra porque a sus alumnos les enseñaba a entender e interpretar el mundo mediante Cien años de Soledad y otras obras del escritor de Aracataca. En el colegio de la empresa Cerro Matoso, una profesora de 27 años fue acusada de corruptora de la juventud, guerrillera, comunista, amoral y otra serie de cargos que hubiera hecho palidecer al más siniestro de los inquisidores.
María Teresa Toro ingresó en el colegio Fundación Montelíbano, dirigido por el norteamericano Brian Dickson, como profesora de español y literatura. A mediados de 1984, algunos padres de familia opinaron que sus hijos tenían “un alto grado de corrupción”, debido a las obras que les hacía leer la mencionada maestra. Inicialmente, abordaron Cien años de soledad y el guion cinematográfico El secuestro. Después, leyeron cuentos como La siesta del martes.
La profesora (según me lo contó meses después, para una nota de prensa) les exponía acerca del realismo mágico, el Caribe, las metáforas, el nacimiento del Boom latinoamericano y otros asuntos conectados con la novelística de García Márquez. Y en este punto fue cuando aparecieron los comentarios de que los pelados de Montelíbano no podían leer a ese autor, porque en su obra “aparecían muchas groserías”. El señor Dickson le advirtió que lo mejor era que no enseñara nada de tal escritor, porque “usted está corrompiendo los espíritus infantiles”.
Le dijeron que nada de nada con un escritor que era un farsante. Para qué iban a saber sobre Remedios la Bella, Aureliano Buendía, Melquíades y Fernanda del Carpio, que además la masacre de las bananeras había sido un hecho ficticio, pero la profesora se empecinó en demostrarles, al director y a algunos padres de familia, la importancia de leer a un escritor como García Márquez y cómo, en efecto, en 1928, en Ciénaga, Magdalena, se había presentado en la vida real una masacre de trabajadores del banano de la United Fruit Company.
Una señora chilena, que habitaba en Montelíbano, le dijo a la maestra que en su país habían quemado las obras de García Márquez y por eso no se podía enseñar en Colombia. Otros la tildaron de guerrillera, al tiempo que la empresa decía que quien promoviera la lectura de tal escritor era un comunista, un subversivo, etc. “Me citaron a una reunión y me dijeron que no podía seguir dictando nada de García Márquez, porque había que respetar la integridad de los niños, que apenas estaban en una etapa propia para leer Blanca Nieves y Caperucita Roja, y no escritores comunistas”, me refirió la profesora en julio de 1985.
Los alumnos de María Teresa dibujaban mapas de Macondo y algunos de ellos ubicaron el pueblo imaginario del novelista en Montelíbano. A la profesora la despidieron por el artículo octavo (sin causa justa), y después del problema, para no quedar como una sucursal de la vieja inquisición y ante el escándalo, el colegio mandó a comprar las obras del Nobel colombiano. En febrero de 1985, un colectivo de artistas y profesores, encabezado por el escritor Manuel Mejía Vallejo, envió una carta al presidente Belisario Betancur, en la que protestaba por la destitución de la maestra y repudiaba el hecho “que hiere profundamente nuestra identidad cultural y pone al descubierto las oscuras intenciones de estos depredadores de nuestros valores”.
La profesora, nacida en Concordia, Antioquia, protagonista de una macondiana historia, cayó después en el olvido público, aunque se supone que sus inquisidores no pudieron condenarla a cien años de soledad y a no tener una segunda oportunidad sobre la tierra.
Reinaldo Spitaletta escribe desde Buenos Aires, Argentina
Fuente: ARGENPRESS CULTURAL