Vocación, compromiso y amor en la poesía de Tato Osegueda.

Fragmento.

Por Roy C Boland Osegueda, The University of Sydney, Australia.

En más de una ocasión Mario Vargas Llosa, novelista y no poeta, se ha referido a la poesía como el género literario  supremo, el más antiguo que existe, donde la lengua se transforma en algo rico y esplendoroso.

En Ideario poético (Tecnoimpresos, 2018),  una antología de la obra  del  salvadoreño Félix Protasio (Tato) Osegueda (1932-2017), es aparente que su poesía aspira a la excelencia en cuanto a su lengua, forma, temas e ideas.  El libro está bellamente compilado y editado, en una rara combinación de amor y rigor, por su hija, Loly Osegueda Giné.

Tato Osegueda fue, de profesión, un exitoso arquitecto, pero fue a la vez un poeta de vocación. Sus poemas, escritos entre 1949 y 1992, pertenecen ahora a la historia literaria de El Salvador, un país que Marcelino Menéndez Pelayo denominó un pequeño territorio de poetas.

El libro contiene un Prólogo por Loly, en que explica los criterios empleados para la organización de los poemas por temas distribuidos en siete capítulos, seguido de una  Biografía de Tato, un hombre carismático, intrépido y amoroso.

En las  páginas biográficas se incluye, además,  valiosa información  sobre el teniente coronel  Félix de Jesús Osegueda, padre de Tato, quien jugó un importante papel, no sólo en la vida del hijo, sino también  en el escenario político de El Salvador en las décadas de los 1930 y 1940. Una serie de  fotografías de Tato y miembros de su familia   iluminan esta  interesantísima parte del libro.

Desde sus primeros poemas, escritos cuando apenas  salía de la adolescencia (1949-52), hasta el  último poema con fecha confirmada (1992), Tato Osegueda muestra un don para la palabra—siempre concisa, esmerada,  sugerente;  y según la exigencia de los temas evocados, la palabra puede ser romántica, lírica,  sensual o introvertida, y viene  enriquecida  con  resonancias  familiares,  históricas,  mitológicas, políticas o metafísicas.

Sus versos  vienen condimentados  con imágenes llamativas o dramáticas,  a veces truculentas, como en esta denuncia de los crímenes perpetrados  entre 1931 y 1944   por  “el Tirano” salvadoreño, cuyo nombre el poeta no se digna a mencionar, y su cómplice, el dictador Osmín Aguirre y Salinas:

Mas fue poca la boca de los muertos

para contar  la infamia censurada.

Subió hasta el ápice como un esqueleto

la negra historia del Aguirre Salinas,

buitre afilado en las matanzas

del treinta y dos amargo en nuestra historia.

(“La vida”, 1944)

Las imágenes, surgidas del recuerdo y la imaginación,  suelen provenir de la naturaleza (el mar, el sol, la noche, la  nieve, peñascos,  estrellas, piedras, cocos,  jícamas, madreselvas, caracoles, algas, peces, amapolas), y también de algunos de   los pueblos y ciudades en que ha vivido Tato (Río de Janeiro, con sus playas y palmeras;  Guatemala, con su melancolía falsa; Usulután, la ciudad de su padre con sus paredes blancas, cocos y algodón; Jucuapa, el pueblo de su madre con muros destruidos y lágrimas de tristeza después de un devastador terremoto;  y San Salvador, la pequeña capital, con sus techos rojos, sus  pseudo-rascacielos y miseria en los pueblos circundantes).  En algún momento descuella alguna  imagen  surrealista:

Un caballo galopa sobre peces,

Destrozando la luna de la tierra

(“España”).

 

 

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