Por Horacio Ricardo Besasso
Retrato veraz de mi abuelo español, un inmigrante heroico
Puede que fuera poco antes de los setenta o por ahí. El abuelo estaba viejo, esa torre maciza de pelo blanco cortado al ras, como un Kaiser del imperio, esos ojos azules como espigas de agua, estaban gastados y lacrimosos.
Entonces yo tenía 22 años y promediaba mis estudios de medicina. Era aún un imberbe parado frente a ese pilar inconmovible, que había recorrido la Patagonia en el veinticinco y atendido un bodegón en lo que después fue Monte Hermoso, a mediados de los treinta. Calzaba una Smith & Wesson hasta que se prohibió andar con armas en Punta Alta.
Había venido de Castilla y León, quizá de la ciudad de Zamora, y la belleza de su letra estilizada fue aprendida en el barco que lo trajo de España.
Fue guapo, no conoció el temor y se sintió dueño desde que era nadie en esta tierra, que era una pampa esperando quien la dome o sepa montarla. Él entendió los códigos desde el primer día. Fue herido, hirió, casi muere al volcar un Ford enclenque con el que recorría el sur vendiendo ropa. Y fue hombre.
El abuelo fue un voraz, al modo de los primeros conquistadores, verga insaciable que dejaba por pueblos y rincones, mujeres sometidas a su deseo. Esto que digo, no puedo afirmarlo con certeza, pero son demasiadas las evidencias.
El castellano, construido con la fuerza y el dominio, tenía una secreta debilidad en el corazón que, inexpugnable, la llevaba escondida. Que no era de hombres duros eso de mostrar ternura.
El vino rancio y vulgar, entre gruesas fetas de jamón y aceitunas, le alegraban el atardecer y accedía a la noche, algo borracho y pendenciero, increpando a la abuela –mi abuela– por algún olvido inexistente o algún guiso mal cocido. Ella, pequeña y encogida, se escondía de la vida detrás de una hornalla en la que recalentaba un puchero desabrido.
El hombre comía con cierta desesperación, comía , no esa cena pródiga, no, comía casi en trance, toda aquella comida ausente de la mesa, la mesa del pan seco y el caldo, en los campos de Zamora cuando asomaba el siglo veinte en aquella tierra yerma y sin vida. El hombre más que amor sentía orgullo, un poder que le venía desde el día del desembarco. Era dueño de su comida y el señor de su familia, de esos seis hijos, cinco mujeres y un hombre. Él estaba en la cabecera de la mesa. Dios lo había recompensado.
Le sonaba, cada vez más sorda, la frase de su madre: “Eleuterio, te has puesto grande y ya no hay comida suficiente para ti en esta casa. Te tienes que ir y lo mejor es América”. El carro hasta el puerto con el hijo de los Cardona y la madre que no atinaba a llorar y él que no supo saludar. Sólo vio por sobre el hombro que atrás quedaba esa tierra cuarteada y estéril, una tierra para Quijotes pero no para un hombre de quince años sujeto por el hambre.
Y al bajar del barco ya no era un muchacho, que sí era un hombre. Sus ojos de cristal celeste, el pelo dorado y la figura de mimbre enhiesto atrajeron a las mujeres. La hija de su patrón, donde trabajó de mucamo con librea fue la que lo inició en el goce y la desventura del amor. Desde ese día supo que estaba hecho para las mujeres pero que la pobreza era un baldón descalificador para ser un hombre completo. Hizo una modesta fortuna. Pero su debilidad era un rumor en voz baja, en esos años hablar de las intimidades familiares era una falta al honor. El patriarca era sin mancha, quizá más una leyenda que un hombre de carne y hueso.
Una noche, sin querer, escuchaba a mis padres hablar en el dormitorio. Reían y murmuraban. El viejo tenía una amante de treinta años. Él ya navegaba cerca de los setenta. La amante era la hija de uno de sus amigos y la situación podía estallar en violencia. Los yernos –lo supe después– lo habían enfrentado al viejo, pero sin mensajes de moralina inútil. Fueron prácticos: “Si se entera don Braulio te mete cuatro tiros con la escopeta sin preguntarte nada. Sabes que don Braulio no tiene nada que lo frene”.
Lo supe después, lo contaron mis tíos. El viejo bajó la cabeza ya blanca y se le llenaron los ojos de lágrimas. Convidó a todos con un moscato barato y tomó de un trago.
–Ustedes son jóvenes todavía. No entienden. Yo con la Ana soy un hombre. Un hombre de verdad. Y lloró como nunca lo habían visto llorar.
Yo estaba allí con mis veintidós años insulsos sentado frente al viejo.
–Debo hablar contigo, ven a mi pieza.
Lo seguí intrigado pues su pieza era un sagrario al que no nos dejaba entrar, en la vieja casona de Punta Alta. Se sentó en una silla y a mí me acomodó en un sillón angosto. Le costaba empezar a hablar y daba vueltas. Ya no era el hombre duro y mordaz, seguro de sí mismo, era casi un muchacho que no puede confesar un pecado.
–Mira Bebe, esto lo hablo contigo y con nadie más porque pronto serás doctor y es para que quede adentro tuyo, que así son las cosas de los hombres.
Me miró fijo a los ojos y apenas susurrando dijo:
–Tu abuelo ya no puede servir a una mujer, ya no es un hombre. No puedo servir a la mujer que quiero ¿Qué me queda de la vida?
Cerró los ojos para exprimir alguna lágrima y no habló más.
–Vete con tus primos y si puedes, ayúdame.
Me abrazó al terminar y la pequeñez de mis huesos se hundió en el pecho ancho del abuelo.
Dos meses después moría en Mar del Plata. Dicen que de tristeza y los mal pensantes, que se le agrió el humor al dejar Punta Alta. Nunca lo sabré.
Supe, sí, que en un doble fondo de una vieja mesa de su galpón, había cuidadosamente embalados veinte mil pesos de ese entonces en un sobre, que decía “Para Anita”. En la familia todos negaron conocer alguna Anita contemporánea del viejo y se presumió que algo de demencia le marcó la partida. Con el dinero se hizo un quincho en casa de mis tíos en Mar del Plata. Hubo consenso familiar. En el quincho hay un retrato del abuelo.
Horacio Ricardo Besasso escribe desde Buenos Aires, Argentina
Fuente: ARGENPRESS CULTURAL