Por Elizabeth Óliver
El militar, ya veterano y con alto grado, explica que todo subordinado está obligado a cumplir órdenes de sus superiores y no tiene autonomía para tomar decisiones propias. Lo dice firme, haciendo sonar sus palabras como ley universal, convencido de su verdad.
El periodista lo imagina años atrás, sin galones, procediendo en consecuencia de sus actuales máximas. Deduce que está hablando por experiencia propia, pero prefiere que lo diga su interlocutor. Le hace la pregunta concreta, y recibe la respuesta afirmativa.
El militar se distiende, conforme de estar siendo comprendido. El periodista aprovecha el dato y va al grano: le pregunta si a él también lo mandaron secuestrar, torturar, asesinar y desaparecer. La respuesta ahora, es rotundamente negativa.
El periodista entonces, quiere saber si otros recibieron esa clase de órdenes. El militar – otra vez parado sobre el reglamento- asegura que no. El periodista se disculpa de su ignorancia, y le señala que no comprende cómo fue posible que tantos subordinados actuaran por sí mismos, contraviniendo un estatuto tan riguroso.
El militar le dice que nunca supo que ocurriera tal cosa. Le da una breve retórica de los riesgos de la guerra, las bajas de ambos lados, el cumplimiento del deber, la defensa de la patria… y da por terminada la entrevista.
El periodista interroga a las víctimas. Todos acusan, dan nombres, apellidos, apodos, citan lugares, fechas, acciones concretas… Versiones que – para el resto de los incautos- van tomando forma y por lo menos, hacen dudar de la estricta rectitud militar.
Tiene las dos puntas de la madeja… pero no puede hallar el centro. Trata de entrevistar a los acusados. Algunos aceptan, otros no.
Unos le confirman todas las suposiciones, aunque aseguran que vieron, oyeron, y callaron… pero no participaron. Otros le aseveran que jamás existió tratamiento inadecuado hacia los presos políticos.
Los más audaces se ríen, los más cobardes acusan a otros… obviamente a uniformados de otro régimen, que – por lo tanto y para ellos- son los autores de cualquier acción fuera de lugar, justamente porque no tienen adiestramiento militar… ¡faltaba más!
Individualmente todos son «hábiles declarantes». En conjunto, las versiones son antagónicas, incoherentes, insolentes, descaradas, insultantes… ridículas.
El periodista no sabe qué hacer… busca jueces, fiscales… El resultado es el mismo. Unos que sí, otros que no. Lo vapulean por todos lados. Está cansado, no consigue terminar su artículo con una pizca de veracidad, con un término medio creíble… aceptable, por lo menos.
Sabe que no puede dejarse llevar por su opinión personal… él tampoco es autónomo… Necesita confirmar datos, conseguir pruebas irrefutables.
Vuelve a su oficina, relee apuntes y escucha grabaciones una y mil veces… Pone a prueba su sentido común tratando de encontrar una pista que descubra la verdad. Se hace la noche y sigue ahí, trabajando en su nota inútilmente.
Entonces viene el jefe… Al descubrir por qué no se fue todavía, le da otro acertijo a resolver: la señora, los nenes, las cuentas, la comida… todas esas cosas que puede solventar con un horario y una labor que cumplir… sin meter los dedos en el ventilator…
El periodista -en un rapto de dignidad irreflexiva- le habla de la noble misión de comunicar informando la verdad… una verdad que existe, aunque no sabe quién la tiene…
El jefe le palmea el hombro y lo consuela: «Andá a dormir, muchacho, estás un poco confundido. Y si mañana querés volver, dejate de quijotadas y pensá que esa verdad… ¡más te vale que siga en manos del Gran Bonete…!»
Elizabeth Óliver escribe desde Canelones, Uruguay.
Fuente: ARGENPRESS CULTURAL