Aquellos tiempos en Macondo

Por El Lector Americano

Aprendí a leer a Gabriel García Márquez arriba de un micro, cuando tenía quince años e iba y volvía del liceo. Mi secundario quedaba en Independencia y yo vivía en Renca City. Antes que un clásico de la literatura latinoamericana, «Cien años de Soledad» fue para mí un libro largo que servía para aliviar ese viaje que duraba casi una hora. Creo que de esta forma leí casi todo el boom, y también a los rusos, y ya que estamos, al bueno de Boris Vian, y todo para escapar del tedio de las horas muertas en un bus, y el devenir de mis días en 1980. No sé si me marcó. Quizá sí. Había algo cercano ahí, algo que le podía parecer honesto a un jovencito escolar como yo, que había crecido en una ciudad donde si hacías un esfuerzo podías ver en las fiestas católicas a la Virgen María, quien acarreaba multitudes, que sufría estigmas y llenaba de luces el cielo.

Así eran las cosas: cuando tenía quince, los relatos de Macondo lucían casi como documentales y el realismo mágico pasaba de un realismo cercano a un realismo a secas. El desarrollo de una realidad ulterior afuera de la verdad opaca y gris del Chile en dictadura. Por un rato, ese mundo se parecía al mío. Viejas locas levitando por la marijuana o delirantes patriotas alcoholizándose en las esquinas de mi comuna pidiendo en fin de la represión de un invierno largo como Chile. Además, García Márquez tenía esa prosa, que aprendí a leerla de forma transversal para sacármela de encima de inmediato y reconocer en ella los malos imitadores; esa prosa rebuscada y pegajosa que después parecía casi kitsch, que fue plagiada mil veces, que se volvió una caricatura y una consigna para la resistencia latinoamericana, que era capaz de describir un continente y una época como si se tratase de la misma tierra prometida.

Por supuesto, exagero. O no tanto. Bueno sí… Aunque siempre lo hago. Como aquel (se me olvidó el nombre) que se refirió a Cien años de Soledad como un “Buena Vista Social Biblia” o algo así. Por lo mismo, me imagino que leer a García Márquez en su momento de esplendor debió haber sido duro, y debió doler. A otros escritores, como querer ser poeta en tiempos de Neruda… ejemplo… En El jardín de al lado, una de sus novelas más sentidas, José Donoso mascaba rabia y bronca para procesarla. Su protagonista era un escritor que venía escapando de la dictadura de Pinochet y trataba de redactar esa novela macondiana que sentía que el mundo le exigía. Ese libro lo iba a sacar del anonimato, de la miseria, de eso de ser una eterna promesa, o desmarcarse del gris producía la novela, la prosa chilena, en un país donde la poesía fue siempre mucho más. Donoso se perdía en Barcelona, todo se le iba de las manos, se hundía en el laberinto de su propio resentimiento.

Por lo mismo, ahora es fácil entender contra de qué se quejaba Donoso, qué lo atormentaba: y era aquella instituida presencia literaria que hacía imposible pensar Latinoamérica sin García Márquez. Las grandes escritores y sus obras tienen eso, se comen al mundo porque son capaces de modularlo, y con las novelas de Macondo pasaba, parecía que habían inventado un lugar imperecedero parecido a éste, confuso como éste, algo a medio camino entre la ambición y la suerte, entre el delirio y la extrañeza. De una razón que nunca permitió espera.

Pero años después –este siglo XXI– todo se fue al limbo. Terminó convirtiéndose en una especie de memoria turística, un paisaje exagerado. El mismo García Márquez tuvo que ver con aquello, aunque tal vez me equivoque feo. Pero lo cierto es que le cargamos la mano a Gabo. Quizá nos equivocamos: nos enseñaron a leer a Macondo como una utopía, de escapara del signo del pragmatismo que después se llevó todo, cuando en realidad era una forma de la nostalgia, un modo de acomodar la memoria, de inventar una lengua, de transar con el paisaje diáfano y a veces perverso de nuestra América latina. Pero todo empezó a envejecer muy rápido, se llenó de relatos apócrifos, se entrampó con la historia. Del caso Roberto Bolaño al McOndo extasiado de Alberto Fuguet; del horror de las dictaduras a las mujeres muertas de Ciudad Juárez, todo conspiró acotando las novelas de García Márquez al tamaño de una especie de parque temático, un sitio candoroso y desbordado en un continente real cada vez más fétido y feroz.

Por lo mismo, y casi todo lo demás que digo, no es raro que su última gran novela –El amor en los tiempos del cólera– fuera, en cualquier de los casos, un relato melancólico, algo que podemos ver ahora como una despedida a dos velas. El realismo mágico había sido reemplazado ahí por un estilo modernista, por un toque Amado Nervo y Rubén Darío, por las imágenes sensuales de unos ancianos que eran los últimos habitantes del siglo XIX que tenían sexo en un barco a contracorriente. Que hacían el amor a los setenta y cinco años. Funcionaba, pero había algo triste ahí, una ligereza que ahora podemos leer como nostalgia. Ese amor que fue.

En estos días, no puedo dejar de recordar que en los mejores libros de García Márquez los héroes siempre son ancianos, viejos soldados que vienen de guerras que nadie recuerda, héroes marchitos suspendidos en el tiempo esperando nada. Ahí están los coroneles y sus gallos, el viejo Aureliano Buendía que sobrevive y languidece recordando revoluciones que se le confunden en la memoria, o aquel Simón Bolívar terminal y sin patria, o el dictador hijodeputa y su abandono decrépito. Y lo cierto es que hay algo en esos personajes que los vuelve entrañables. Quizás es su parecido con el García Márquez final, como si todos remitieran desenfadadamente a su autor, prefigurándolo y sugiriendo que el mejor mérito del colombiano había sido indagar alguna vez en la dignidad casi épica de esa gloria crepuscular; en describir un mundo que no sabe qué hacer con esas figuras terminales que se han vuelto anacrónicos, pedazos de un tiempo histórico que ya no les requiere. Digo: García Márquez se parecía a ellos porque quizás eso era él para nosotros, alguien que recordaremos como uno de sus personajes: una figura enjuta que lustra sus armas de guerras oxidadas, las que –a veces o casi siempre– tienen balas dentro que nos hacen sangrar, que nos vuelan la cabeza.

Nos devuelven al latinoamericano que los nacidos en ese lado del mundo llevamos adentro. Incluso cuando lo niegan, hasta que se miran al espejo. Como esos personajes que miran al cielo y piden un deseo: buscando la noche más bella. Amores atávicos que describen canciones poemas del orden de Pezoa Véliz, o el trazo de una estrella. O botellas que brillan en el mar del olvido. Y de repente se aparece Gabriel García Márquez con su narrativa semejante al amor, buscándonos en el habla, en la voz de la calle porque al final ese es nuestro destino.

 

 

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