Charola en la mano

Por Alfonso Villalva P.

Cuando reaccionaste, te encontraste con el brutal impacto de sus carnes en el parabrisas de tu auto. No hubo siquiera tiempo de pensar en los frenos y tal. Es más, lo único que conseguiste hacer por reflejo fue sacar el pie del pedal acelerador. Y seguiste de frente. Luego sabrías que paseaste al pobre infeliz por más de cincuenta metros hasta que llegó a tu cabecita inocente la idea de frenar.

Bajaste despavorido y tropezaste con la puerta. Al levantarte, tu ángulo de visión desde el suelo te llevó directamente a sus ojos, ese par de globillos vidriosos que resaltan en una cabeza que colgaba sobre la salpicadera izquierda. Sus ojos parecían verte a ti, pero simultáneamente, tenían un dejo de lejanía, una imprecisión escalofriante.

Lleno de pánico hasta los riñones, te acercaste un poco más y con tu dedo índice tocaste su rostro. Nada. No reaccionó. Inmediatamente te diste cuenta que él tenía más o menos tu edad, alrededor de quince, y por el suéter verde y el pantalón a cuadros, seguramente estudiaría en una secundaria cercana.

Regresaste a tu auto de inmediato y recuperaste tu celular que con el impacto se cayó al piso del copiloto. Pilar todavía estaba en la línea, gritándote, estúpido no me dejes aquí colgada. Interrumpiste la comunicación y le llamaste a tu padre, al celular privado, aunque sabías que iba a estar muy molesto porque a esas horas debía estar en plena reconciliación con su amante, esa del departamento 202 del edificio azul en Polanco, contra esquina de los pasteles que le gustaban a tu madre.

Contestó encabritado, y le dijiste a quemarropa que acababas de matar a un chavo en Angel Urraza. Qué, eres un imbécil. Voy para allá. De entrada, animal, vete de allí, ya veremos cómo arreglamos el tema. Quisiste obedecer sus instrucciones, pero ya era demasiado tarde, un policía bancario ya había quitado las llaves de tu auto y te comenzaba a jalonear, los curiosos se apretaban a tu alrededor, y comenzaste a oír sonoras mentadas de madre provenientes de otros muchachos con uniforme idéntico.

¡Asesino! te gritó una niña de tez morena y ojos rasgados. ¡Asesino! La palabra penetró en tu pecho como una daga caliente atravesando tus huesos, tus pulmones, tu corazón. Te diste cuenta entonces. Habías matado a alguien, a otro que como tú estaba buscando cómo construir un futuro. En eso llegó el diputado —tu papá—. Bajó de su auto blindado rodeado por sus ayudantes. Sacó su credencial del saco y se la restregó en la cara al cuico que te tenía bien apergollado.

Mire oficial —le dijo con voz de mando— vamos a decir que yo venía manejando, y que el burro ese se me atravesó. Con estos cinco mil le puede salir la historia como actuación de López Tarso, le damos un billete a la familia para la pena y que entierren a su muertito. No vamos a afectar a mi niño, tiene toda la vida por delante, no se merece que me lo entamben, total, el otro ya está bien muerto y sin remedio.

El oficial le miró fijamente, con cara de asco, estiró la mano y tomó los cinco mil. Y exactamente cuando el diputado comenzaba a esgrimir esa sonrisa tan característica de sus victorias, el oficial lanzó al aire los billetes, y le dijo, mire, hijo de la fregada, ni a mí ni a la familia del chavo nos compra la dignidad con tres cacahuates.

El otro también tenía la vida por delante, verá, hasta que el animal de su hijo lo atropelló, por venir a ciento veinte y con el celular pegado a la cabezota. No, mi buen, será usted diputado, y lo que quiera, pero este se queda aquí, y se enfrenta a las consecuencias, precisamente porque en la otra casa, la de ese que todavía está en el cofre del auto de su hijito, mañana enterrarán al hijo que nunca más va a estar allí, que se quedó bien frío un día en que su maldita suerte le llevó a estar en el camino de un niño echado a perder por un cretino que tiene charola en la mano.

Twitter: @avillalva_

Facebook: Alfonso Villalva P.

 

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