Con la última del año

Por Alfonso Villalva P.

A través de sus cristalinos ojos verdes, la longitud de la mesa parecía aún mayor. Era definitivamente una mesa señorial, con manteles blancos de lino, servilletas bordadas, copas de cristal brillantes. Una mesa rebosante de manjares tradicionales de la temporada.

Todo estaba en su sitio para recibir el año nuevo. El pavo ahumado que tanto le gustaba con la salsa de arándano bien batida, lucía espléndido, dorado, humeante. El lechón, cuya tradición familiar había iniciado –según su madre relataba- un día en que al abuelo le pagó un cliente con cochinos.

La ensalada de patatas en un recipiente gigantesco, prácticamente ofensivo, estaba dispuesto al extremo opuesto del sitio que él ocupaba. Un par de pasteles, uno de chocolate, otro de vainilla, como cuando era niño, vaya, como antes.

Sus ojos verdes se nublaron por un momento mientras contemplaba a su izquierda la manecilla larga del reloj de pared que se acercaba dramáticamente y fatalmente a las doce de la noche, a esa hora en la que sonarían las campanadas esperadas, las que se sucederían una a una hasta llegar al número doce, esa que finalmente desencadenaría todo lo que estaba por venir, esa que soltaría a los duendes de su conciencia.

Para la ocasión, vestía su mejor traje de casimir inglés una corbata francesa, oscura, sobria, la había preferido cuando la seleccionó, y camisa blanca de algodón, manufacturada en Austria, impecable. Su colonia despedía un aroma que, al mezclarse con los olores de los platillos servidos, generaba una sensación de fiesta elegante, con mucha clase, como a él le gustaba con distinción.

Cada movimiento de la manecilla del reloj lo acercaba más a su destino, al tiempo que le restaba minutos, -vida- al año viejo. Con el ritmo de la manecilla, él comenzó a recordar, la imagen fija, primero sus padres, que habían muerto en fuego entre dos bandas de narcotraficantes que ajustaban cuentas precisamente en el restaurante en el que ellos entraban; después a su hermano que entre tanta confusión se había adjudicado por alguna inexplicable razón, el dinero y la casa de la herencia, a cambio de lo que le entregó como una joya invaluable: el viejo Dart azul que conservó papá hasta el día de su muerte.

Pero en sus recuerdos también apareció ella, a quien quiso recordar en los años buenos, pero fue incapaz, y se le vino a la mente esa imagen asquerosa que vivía cada vez que la recordaba, ella, revolcándose en la cama, gimiendo con su amigo de siempre, el que estuvo con él en el sepelio de sus padres, en la depresión de la pérdida en el que fue testigo principal de su boda, allí frente a sus ojos pues ellos siguieron sin enterarse que él estaba justo en la puerta mirando cómo su mundo de amor, fidelidad y lealtad se desmoronaba.

También recordó la voz de su jefe cuando le despidió por teléfono, pues no había otra forma de cumplir la formalidad, ya habían agotado la búsqueda en todas las cantinas y burdeles de la ciudad. Recordaba que, con voz aún cariñosa, su jefe le dijo que lo sentía pero que la compañía no podía aguantar un día más su ausencia de borrachera.

Recordó el pánico que sintió y su mutismo, él impidió pedirle ayuda, aunque fuera una palmada en el hombro, una charla por la mañana, aunque fuera una muestra de solidaridad humana. Recordó también que la última navidad no existió para él, pues a las siete de la noche quedó tirado en el piso del comedor de su apartamento, inconsciente durmiendo un sueño de alcohol, un sopor de tequila.

El veinticinco trató de telefonear a su hermano, pero solamente reconoció la voz metalizada de la contestadora, hola, no estamos en casa, Dafne, Roberto y Braulio se fueron a esquiar, deja tu mensaje y te llamaremos el año que viene. Recordó que colgó el teléfono con furia, y abrió en el acto una botella nueva de licor.

Después, ya con suficiente alcohol en las sienes, ya con el alma adormecida por tanto tequila, marcó su número –el de ella-, y escuchó su voz alegre, jovial, desentendida. Él estuvo a punto de verter miel en sus labios, pero el alcohol lo traicionó, se le subió la sangre a la cabeza, y con todo el rencor que tenía acumulado en su pecho, espetó al auricular, ¡maldita zorra!, y colgó.

Esa había sido la última vez que habló con un ser humano si es que ella, en realidad, lo era. Así habían pasado los días desde la tarde del veinticinco hasta el último día del año, la despedida de todo lo que ya no quería recordar. Por eso hoy, que era día de despedida, se había bañado, y había preparado cena especial, como si fuese a recibir invitados, con lugares asignados y cinco botellas de champaña descorchadas, una para cada uno: su padre, su madre, su hermano, su mejor amigo y, desde luego, ella.

Las campanadas comenzaron, llegaba el final, entornó los ojos y se revelaron las arrugas que genera la depresión, la soledad, la tristeza y el abandono. Ajustó nuevamente su mano derecha, aunque la posición era incómoda, le fue posible recargar el codo sobre el mantel de lino blanco, sintió en la palma la aspereza de la madera, y comenzó a llorar incontrolablemente, a convulsionarse con sus berridos. Sintió miedo, pánico –no había calculado, desde luego, el miedo, tampoco el dolor-.

Se le erizó la espina, comenzó a sudar abundantemente. Y fue entonces cuando comprendió sus impulsos, especialmente porque la punta de la mira le rasgó el paladar, y reaccionó con la lengua sintiendo el metal helado de la .38 especial, apretó el cuerpo, cerró los ojos, sin saber aún si tenía las agallas necesarias, precisamente cuando la última campanada sonó, en esa noche del treinta y uno, la última de diciembre, del año que se iba.

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