Detrás del confesionario

Foto: Vidanueva.com

Por Alfonso Villalva P.

Los hay. No son mayoría, pero existen. Dueños absolutos de la parroquia, del diezmo, de los fieles, suben al púlpito cada domingo para arengar, amenazar, intimidar. Para consolidar desde allí el miedo a la ira de Dios. ¡Aténgase a las consecuencias de ser excluido de la gracia divina! —Advierten con índice de fuego—, aquel mortal cuya vocación estúpida y pecaminosa le orille al divorcio, a vivirlo, promoverlo, aceptarlo.

Indignidades, embriaguez y drogas, violencia psicológica y física, son solamente la cruz que les ha tocado cargar en su insignificante vida. El matrimonio es eterno, punto. Un aborto ¡nunca! ni ante el ataque feroz de un maldito violador, ni la eugenesia evidente. ¡Ningún control de natalidad! —aunque haya millones de seres en la miseria abyecta, niños que nacen para morir por enfermedades curables—. ¡Sea pobre, no progrese, y así, agradará al Señor!

Ya con el pánico reverencial adecuado, descienden la escalinata para agazaparse a la sombra del confesionario y atrapar allí algún monaguillo, al hijo del campesino que confiesa sus pecados cada domingo, al escolar que acude al catecismo los miércoles por la tarde —todavía con el uniforme oficial puesto y la sonrisa diáfana—, a la muchacha adolescente que cierra los ojos llenos de lágrimas y se entrega a la lujuria torcida del inquisidor.

Así es. Puede estar seguro de ello. Hay excepciones a la ira de Dios. Excepciones hechas a la medida, acomodaticias, lamentables, indignantes. La excepción, la amenaza se disipa, el rictus desaparece, la voz se suaviza, la mano amenazadora se recoge bajo la casulla. Por un milagro —explicable solamente para quien interpreta a su aire la voluntad divina, a su modo, a su mezquina conveniencia—, ese cretino espurio que utiliza la sotana para esquilmar, explotar sexualmente a sus fieles, ese mismo ser despreciable, se convierte en cura desorientado que no merece castigo, ni divino, ni terrenal. No. merece una reubicación —según explica la mitra—, porque el valor ya no es una dosis enérgica de moralina, es la evasión del escándalo. Así lo han hecho, con un par, sin titubeos de la conciencia.

La víctima se diluye en un anonimato nauseabundo, pues es mejor sacrificarla a ella que al felón que levanta una mano apuntando al ominoso infinito, mientras contamina con la otra el cuerpo impoluto de quien defiende ante el aborto; despedazando inocencias, eliminando equilibrios emocionales, torciendo destinos, así, sonriente, cínico e impune.

Es cierto, hay quien traiciona la consagración. Hay delincuentes comunes, bastardos sin principio, que en el mejor de los estilos terrenales, toman la sotana por disfraz, por licencia de piratas para servirse de sus fieles.

Ya sin temor a la ira de Dios, encuentran la mejor coartada bajo la incomprensible sombra de la jerarquía porque, ante el escándalo, su riesgo es una simple reubicación, para seguir abusando en otras latitudes, de otros fieles saludables que, precisamente por temor a Dios, enfrentarán la némesis de su olvido, el de Dios, bajo las garras de quien engaña ilegítimamente en su nombre. Y desde el púlpito dirán con descaro: -¡jódanse en vida! y sirvan a mi placer…, pero no olviden, a la salida, hay un bonito monaguillo que recibirá su diezmo.

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