El franco de María

Franco-Maria-rrrrUna visión de los siete pecados capitales. Guión-cuento.
 
Por Carlos Alberto Parodiz Márquez
El jinete ha llegado, vestido de oscuro, con su guitarra al hombro y la opresiva y ominosa sensación, para quienes se le aproximan, que su irradiación no es de este mundo.
Su belleza, extraña, seductora, suave, voluptuosa, se percibe en la ambigüedad, extraña, que produce el confrontar las fronteras de lo indefinible.
El viejo, sentado, a la puerta de la miserable barraca donde funciona el bar – prostíbulo, siempre con el largo sombrero echado sobre los ojos, era una referencia para cada habitante de la ¨serra¨.
– Para lo que hay que ver -, se decía, porque en “la pelada” los mineros, aspirantes a buscadores de fortunas imposibles, tabicaban sus vidas en la prosecución del intento supremo, hallar el oro salvador, del que muy pocos regresaban.
Por lo tanto era, sin dudas, el lugar indicado para el hacinamiento de almas desesperadas, desarboladas, que sólo uno, podía ir a buscar.
El viejo, al verlo descender de su caballo, se sintió obligado a un gesto maquinal, a pleno sol del mediodía tropical, se levantó el cuello del abrigo, por un frío repentino, que su experiencia le obligaba a reconocer, entrecerrar los ojos y persignarse, cuando Franco cruzó la calle, justo frente al viajero, en busca de María, sin sospechar que su vida cambiaría de ahí en más.
Despreocupado, Franco entra al bar sin reparar que el desconocido a sus espaldas, luego de seguirlo, gana anonimato en la penumbra del interior del lugar, disolviéndose entre los asistentes.
Franco, esta urgido de hallar a María, pese a que derrocha indiferencia.
Uno de los dormitorios, se abre y, en la puerta, aparece ella. Rara belleza. Salvaje mezcla. Buscada, pero temida. Una verdadera esmeralda perdida.
Advierte a FRANCO. Se miran. María lee su actitud imperiosa, pero tiene que atender. Cuidar el orden, también allí, significaba conservar el lugar. Las abstinencias, en esos sitios, valen una vida a veces. El se muestra impaciente. Nunca aceptó aquella situación. Ella, para justificar su permanencia, transitó las explicaciones probables y las atendibles. La necesidad terminó por imponerse.
FRANCO almacenó oscuras sensaciones y cada tanto estallaba. Ahora y por eso, continuaba bebiendo.
Cuando MARIA decide ir a su encuentro, alguien se atraviesa en su camino, viste de oscuro y carga sobre su espalda el estuche de una guitarra, suave pero enérgico, se explica…
“… es mi turno… MARIA….»
Ella lo mira confundida, no lo conoce, nunca lo ha visto, sin embargo hay algo que no puede precisar; recorre su larga y esbelta figura, pero no ubica ese inexplicable detalle. Imprecisa, todavía, sostiene la mirada de aquellos ojos de miel…
«… perdón…»
El extraño, gentil, persiste…
«… llámame “MONSIEUR”… he esperado por ti, un largo tiempo… MARIA …
Ella se sintió turbada y esto sí era extraño, más la pausa expuesta, tuvo costo. FRANCO se interpone. Forcejea. Sin éxito. El hombre lo mira.
Desafío y expectativa. El silencio colectivo se agudiza, como un filo.
MARIA, no se explica su pasividad anhelante. Los hombres se miden. La incertidumbre centellea. Finalmente, FRANCO, cede en silencio.
Hay entre él y MARIA, segundos vitales, percepción de tiempos fracturados, sus miradas procuran sostenerse. El dueño del local, con su severidad sin elocuencias, había influido en el desenlace.
El hombre vestido de oscuro y con la guitarra a la espalda, ha ingresado al dormitorio.
Al fondo de la habitación, una cama, un balde y él, desvistiéndose. Se vuelve y sonríe, enigmático, a FRANCO, quien no apartó su mirada de la puerta abierta de la habitación, desobedeciendo su propia conducta.
MARIA cierra la puerta y apoya en ella su espalda, buscando fortaleza.
No se pregunta.
No sabe por qué.
Teme y desea.
Ella, que había matado la experiencia, pareció temblar.
Quiso enojarse consigo.
Rubor.
Eso, perdido, había vuelto.
¿Quién era ese, que sin tocarla ni hablarle, le provocaba vértigo?
Cerró los ojos y se dejó estar.
Oyó el murmullo de su respiración cadenciosa.
Le pareció una brisa fresca.
No advirtió sonido en sus movimientos.
Las yemas de los dedos, de él, iniciaron una metódica y exhaustiva exploración.
Sus pezones, erizados, viajaban rumbo al estallido.
Una ola de placer, tenue al comienzo, comenzó a crecer dentro suyo irrefrenable.
Su resistencia de ojos cerrados, comenzó a desmoronarse.
Se dejó acariciar disfrutando voluptuosamente. Cada centímetro de su piel era recorrido, gozado, con una combinación perfecta, que el hombre establecía, entre su boca y las manos.
Se sintió arcilla modelada.
Homenajeada.
Algo nunca percibido.
Comprendió que era una fiesta, la suya, hecha por y para él.
Destinataria de un desborde indominable.
Las formas del goce, infinitas, la habían elevado a alturas de placer alucinantes.
La boca de él, era insaciable y no había lugar al que no pudiera llegar, para provocarle un nuevo estremecimiento.
MARIA comenzó a guiar sus respuestas.
Ansiaba recorrerlo con la misma intensidad. Saborearlo, con idéntica ferocidad.
Dejarlo exhausto, antes de fundirse en una sola forma.
Había dejado atrás la última frontera de su control.
Se lanzó feliz, al desenfreno sin límites.
Todo fue una danza total, fuegos de artificio en cada estallido, ella nunca tuvo, nunca supo, nunca vivió algo semejante, no podía privarse, crecía su apetito con cada orgasmo, como si una vitalidad superior, inmanejable, los alimentara.
Sabía que el éxtasis, venía de él, que algo desconocido trituraba sus reservas morales, físicas y espirituales.
Gozaba demencialmente, segura del nunca más, devolvía cada caricia multiplicando sus cuidados y exploraciones ávidas.
No se daba tregua.
Tenía la imperiosa necesidad de eternidad en cada penetración.
Nunca suficiente.
Todos los tiempos, un tiempo.
Había viajado por el cosmos del placer infinito y estaba sedienta.
La eternidad se había detenido.
Quiso aferrarlo en un intento de fusión estelar. El, alimentaba todos sus gestos y los completaba. La perfección de las formas, las figuras, las liturgias del sexo, fueron un libro que ella aprendió, en piel, durante ese galáctico éxtasis. La tregua del final, la encontró asida a él, próxima al desamparo inminente.
No habían cambiado palabra.
Ella sabía que algo irrepetible, había sucedido.
En el bar, FRANCO bebe de más.
MARIA ha estado demasiado tiempo con el hombre de la guitarra.
Se abre la puerta de la habitación.
En el vano, el hombre mira, silencioso pero intensamente, a MARIA.
Ella, con los rescoldos del fuego consumido, en la mirada mezcla arrobamiento, embelezo, temor y desesperanza.
Lo acompaña, a medio vestir, hasta el pasillo. Algunas mujeres, en el bar, sentadas a una mesa ríen y comentan.
MARIA retorna, brevemente, a la habitación y luego desciende al bar. toma de un brazo a FRANCO para decirle …
“… salgamos…”¨
En la puerta, el viejo ha vuelto a persignarse al verlos salir, luego de comprobar que el jinete, un minuto antes, ha partido, el detalle del frío repentino que acomete al viejo, es que en el camino reseco, el oscuro caballo que conducía a su jinete singular, no dejaba huellas sobre el polvo de la calle.
Por supuesto ni Franco ni María habían reparado en ello, cabizbajos y casi definitivamente separados, marcharon hacia la desolada plaza de la ¨serra¨ buscando que cosas decirse.
Carlos Alberto Parodiz Márquez escribe desde Alejandro Korn, Buenos Aires, Argentina. Fuente: ARGENPRESS CULTURAL

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