El peatón descalzo 

Por El Lector Americano 


Túnez, 1 de de abril, 2022
.- González Ríos, un caballero andante, e ingenioso intelectual. Como Pepín Bello, el de la generación del 27 en España: un referente literario que casi no escribió. Y González Ríos fue el que me ayudó a descubrir del tiempo en su elemento, a través, como él creía, es la verdadera sapiencia popular que denota historia.

Pues bien, de un poema escrito en la pared de un baño prostibulario, que decía: “Pronosticar la realidad es equivocarse por un milímetro o por un millón de años-luz de distancia del deseo, tuyo y de todos los demás. La diferencia es un quantum formado por el cruce de dos calles. Mientras el quantum es un desorden funcional creado al tratar de meternos en un marco de referencia por el delirio de ti mismo por ser amado, o por creerte bien hablado”.

A partir de este encuentro literario, uno podría preguntarse qué hacía allí González Ríos. Pero él fue claro y conciso: “Esos lugares fueron por muchos años lugares de referencia y aguante, de cuando me despedían de algún trabajo de mierda, y bueno, siempre me sumergía en ese declive sentimental como en una vieja enfermedad que me acompaña; la desesperación de pertenecer, a algo o alguien”.

Obviamente estos son pensamientos surgidos de la calle, o de la creatividad pedestre, de la que tanto hablamos con González Ríos. Que no es lo mismo que una caminata con guitarra en mano, buscando esa melodía pegajosa, o cuando las cuerdas estallan en un arpegio errante, y andar caminando al divino botón por nada ni nadie. No, las caminatas a las cuales se refería González Ríos eran aquellas que no están enmarcadas morfológicamente en la música sino en el tararear de los demás. González Ríos me hablaba de eso, y mucho más. Como cuando me dijo que: “para recordar un sueño tenemos que cerrar los ojos y no movernos. Al menor movimiento, y toda la tela se raja. Como una pintura soñada, o algo así”.

¿Y por qué me acuerdo este día de González Ríos? Respuesta: porque hay enormes bloques de mi vida que se han ido para siempre. Enormes bloques dispersos, desperdiciados en charlas, en acción, reminiscencias, y ensueños. Donde nunca he tenido un tiempo certero para no desdoblarme y ser mi propia vida.

La vida de un marido piadoso, de un amante sin pudor, de un amigo burlón, por ejemplo… No. No fue así… Allí donde estuviera, y con quien estuviera, en cualquier circunstancia de la vida, siempre he vivido múltiples vidas escuchando al otro. Cómo que me voy por lo que el otro cuenta para yo mismo meterle mano a esa conversación y creer que la historia es mía. Y entonces cualquier cosa que yo considere como mi historia personal, no lo es, sino que es parte de otras vidas indisolublemente fundidas en la vida de los otros, el drama del otro, las angustias, el dolor y el goce del otro. Y lo más delirante de todo es que me acuerdo siempre de esas historias mínimas, como una guiñada del otro. Nada más y nada menos, caramba!

Como cuando —otra vez González Ríos— me dijo que él era el hombre más del viejo mundo, una semilla trasplantada por el viento, una semilla que no pudo florecer en el oasis de los gorgojeos amatorios de los pajaritos primaverales latinoamericanos. Que él, viejo, bebedor y fumador empedernido, decía pertenecer al pesado árbol del pasado. Que su ligazón, física y espiritual, era con los hombres de Latinoamérica antes que se llamaran así, porque una vez fueron Incas, Mayas, Aztecas, Borincanos, Mapuches, y qué sé yo. Por eso su cuerpo y alma estaba como un barranco sin fondo, y que había heredado del hombre venido del sur de Europa la rapidez y la corrupción. Que estaba orgulloso de no pertenecer a este siglo XX y XXI, y los que vengan ya que estamos.

Bien. Aquí hago una pausa y desgloso mi propia galimatías y verdad de perogrullo, que para muchos observadores de estrellas (siempre incapaces de comprender un acto de revelación), que refutan mis retoques de pincel al margen de mi universo de vida propia después de haber conocido a González Ríos.

Levitando cruzo el puente Saavedra, y sigo camino a Olivos, luego giro y desciendo por una callecita amable hacia el bajo. Después doblo otra vez y me detengo en otra calle, pero desierta, donde veo un pequeño restaurante dentro de un jardín; el sol les da duro a través de las hojas y salpica las mesas. Desciendo. Me dejo caer en una silla. Allí pienso en todo lo que hablé con González Ríos. Respiro y me digo a mi mismo, que una conversación tan intensa a veces esta mucho mejor que leer a Hermann Hesse o aprender a Neruda, en Confieso que he vivido, de memoria («Comenzaré por decir, sobre los días y años de mi infancia, que mi único personaje inolvidable fue la lluvia…»). Esto me dio hambre y pedí un gran choripán que tenían de oferta. Me encontraba satisfecho de humanidad, con experiencias de una y otra clase. Y así, como que no quiere la cosa, tomaba notas que tenía intención de usarlas más adelante, en caso de que alguna vez tuviera oportunidad de contar mis experiencias. Esperaba un momento de respiro. Y ese sábado algo transcendental, por casualidad, por alguna negligencia injustificable, mi amigo González Ríos dejó caer una frase que se me quedó atrapada en el cogote. Había dicho que le gustaría ver a alguien escribir un libro del género de los de autoayuda pero sin paracaídas, sobre los repartidores de pizza que buscan propinas; dio a entender que quizá podría ser yo la persona indicada para hacerlo. Me puse furioso al pensar en lo cretino que era por el tema, y al mismo tiempo me sentí encantado porque, en secreto, deseaba ardientemente decir algunas verdades y desahogarme con los chicos-pizza del mundo. Pensé para mis adentros: «Espera, González Ríos, espera a que me desahogue… y verás qué libro del autoayuda te voy a dar… ¡espera y verás!» Cuando terminé mi choripán y la coca, mi cabeza era un torbellino. Veía un ejército de hombres, mujeres y niños que había pasado frente a mi, los veía llorar, rogar, suplicar, implorar, maldecir, escupir, echar rayos, amenazar, por la mala vida que llevaban. Veía las huellas que dejaban en las carreteras, los veía tumbados en el suelo en los trenes de la estación Olivos, veía a los padres vestidos con harapos, sus estómagos vacíos, y entre las frías perlas de los baños públicos corrían las personas como cucarachas locas; los veía moverse cojeando como gusanos contrahechos o caer de espaldas presas de un frenesí con la boca crispada, esperando, esperando, tranquilos, que algo pase… Veía a los personajes queriendo superarse, a auto ayudarse, pero en un país sano, ascendiendo cada vez más alto, primero repartidor de pizzas, después pizzeros, y mucho más tarde dueños del negocio.

Esto es mejorarle la vida a a gente, pensé un buen rato. Repartidor de pizzas, después maestro pizzero, después gerente, después dueño, después magnate de un consorcio, luego rey de la pizza, después señor de todas las regiones del subcontinente, dios del dinero, dios de dioses, nulidad por sobretodos, un cero con noventa y siete mil decimales a cada lado. «Chúpense esa», me decía para mis adentros, «les voy a dar una hermosa postal de doce hombres insignificantes, de ceros sin decimales, indestructibles que están excavando la base del sistema perverso llamado “meritorio” de la jodida pirámide social. Seré el Cohelo de los libros de autoayuda pero con el aspecto que ofrece el día después del fin del mundo, cuando el sábado haya terminado».

Este tipo de pensamientos me dejaron marcando ocupado un buen rato. Esa tarde reivindiqué con toda mi alma a González Ríos. Porque después de mi larga charla con él, habían acudido a mí desde todos los confines de mi universo mental, todos mis colegas perdidos en el espacio. Y los chico-pizza eran por lejos un buen ejemplo de eso. Salvo los primitivos repartidores de hamburguesas, no había raza que no estuviera representada en este nuevo en esta nuevo capitalismo incluyente. Excepto los maoríes, los gitanos, los lapones, los zulúes, los patagones, los tuaregs, excepto los tasmanos, los desaparecidos atlantes, tenía un representante de casi todas las especies en este relato etnográfico y pendenciero.

Así se fue construyendo un texto, donde sin moverme, viajaba por todo el mundo a la velocidad de un relámpago, y descubrí que en todas partes ocurre lo mismo: hambre, humillación, ignorancia, vicio, codicia, extorsión, despotismo: la poca humanidad del hombre para con el hombre: las cadenas, los arneses, el látigo, las espuelas. Cuanto mayor es la calidad de un hombre, en peores condiciones está. Hombres que caminaban por las calles del Puente Saavedra con ese maldito estigma degradante, los despreciados, los más perdidos de todos, que caminaban como locos, como maniáticos dóciles mordisqueando el cebo del desengaño, bailando un vals, como ardillas, y muchos, muchos de ellos estaban capacitados para gobernar el mundo, para escribir el
mejor libro de autoayuda jamás escrito.

Nacionales e inmigrantes, todos juntos en ese viaje urbano de sábado, daban muestras de un carácter llenos de gracia, con sus ternuras, inteligencia, y su santidad a cuestas… Y de inmediato me daban náuseas los exitosos que les va bien y se hacen autobombo en Facebook a fecha de hoy. Todos los degenerados conquistadores británicos, los cerrados alemanes, los relamidos y presumidos franceses. Allí, en plena intemperie me di cuenta que al final la gente quiere vivir bien, y la tierra es una gran pulsión, un planeta lleno por completo del hombre necesitado, un planeta vivo que se expresa balbuceando y tartamudeando de emoción; no es la patria de la raza blanca ni de la raza negra ni de la raza amarilla ni de la desaparecida raza azul, sino que es la patria del hombre, y todos los hombres son iguales ante el Dios bueno, no el de los templos. No. Y todos tendrán su oportunidad, si no ahora, dentro de unos años, o quizás años luz…

¿Quién dirá la última palabra? ¡El hombre pues! O qué, ¿pensaste… en los Ayatolas, el Papa, o la santa monja Teresa de la India? No señor, la tierra es nuestra porque nosotros somos la tierra, el fuego, el agua, el mineral, el vegetal, el espíritu de todos lo que vive en el planeta, mediante signos y símbolos incesantes, mediante manifestaciones interminables, una autoayuda extrema quizás, pero bien nuestra por supuesto.

Espérame un poquito González Ríos, pensé de vuelta. El último hombre de mi libro dirá lo que tenga que decir antes de que todo acabe. Habrá que hacer justicia hasta el último respiro, eso sí… ¡y se hará! Nadie dejará de recibir su merecido, y menos que nadie ellos, los mierdas fatuos que todo lo que ven por Tv e interpretan un mundo virtual.

Tuve que parar, porque mi amigo Dante vino a buscarme para que leyera el arranque de su novela. Con un poema como introducción, Dante escribió sobre un lugar llamado “C.-«… Así es: C y un guión, porque no quiere problemas con los censores, ni que nadie identifique nada. Admirable. Y pensé en un libro que se inicia con una letra y un guión. Un infierno privado, que no debe ofender a los censores, ni opinadores del vacío. Le dije a Dante que era un taciturno, y no le gustó como sonó mi llamado de atención. Esto me distrajo un poco, pero también me sirvió para darle cabeza a un recuerdo de Walt Whitman, el cual inició un poema, que dice:
“Yo, Walt, a los 37 años y en perfecta salud… Estoy listo a cumplir mi visión… Me regodeo en mí mismo. Walt Whitman, un Cosmos, de Manhattan, el hijo, turbulento, carnal, sensual, que come, bebe y engendra… ¡Que salten las cerraduras de las puertas!… ¡Que salten las puertas de sus goznes!… Aquí o más allá es todo igual para mí… Existo como soy, eso es bastante». Esto me dio la fortaleza a mi mismo…

Y así arranqué mi introducción delirante…

Yo, que soy de Capricornio, esa cabra que se mueve de costado, y siempre va hacia arriba pero, eso sí, se toma su tiempo para mirar el precipicio o la caída por si acaso. Y también, clásico Capricornio, pone en jaque su memoria después de catorce horas seguidas hablando con González Ríos. A ver… y sigo… Fue un sábado por la tarde, y debo remarcar que las tardes de sábado son distintas, como no lo son una tarde de lunes o de jueves. ¿Y por qué las tardes de sábado son tranquilas? Será acaso porque anteceden los domingos de depresión, y a veces del fin absoluto de todo. Pues bien ese sábado con González Ríos, mi caminata hacia el Puente Saavedra, tuvo la sensación de ponerme en mi elemento de mi patria perdida y, por lo mismo, me pareció increíble haber nacido allá y no acá. Allí entre la quietud de las calles que terminan en ese puente, los parias del país, los sin casa ni nada, los que duermen debajo de los postes de hierro que marcan límites, entre grandes basureros con curvas pesadas, me generaron un mantra que me hicieron vibrar. Y todo se tornaba sustantivo pero sin sujeto. Todo el conjunto era un perpetuo cambio en el paisaje humano y su constante nivelación hacia abajo, bajo el signo de la bandera celeste y blanca, configuró otro tipo de historia, que nace desde un sábado conversado, y que estuvo en mi sangre, y estará en la sangre de los que vengan después de mí cuando recorran los límites de la ciudad de otras tardes de vidas después.

Demoré más de veinte años en descubrirlo, es cierto, y fue González Ríos quien me dio la clave… cuando me contó que para Walt Whitman todos los días creativos son sábados por la tarde. Y todo eso se resalta cuando vives una vida transnacional:
“Cuando te vayas de algún sitio, siempre tendrás la impresión que estás dejando algo más parecido a tu casa que el lugar a donde vas a llegar; y cuando de nuevo te empujen a patadas en el culo, allá donde vayas, serás todavía más extranjero y así sin interrupción: serás cada vez más extranjero, estarás cada vez menos en tu casa y, cuando te des la vuelta, siempre, siempre estarás en el desierto tratando de juntar los segundos, minutos, y horas del tiempo perdido de tu fabuloso reloj de arena”.

 

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