Por Miranda Navas
A veces, las personas son algo más que común. Un rostro poco conocido, una chica a quien no le diste toda tu atención en el restaurante al que fuiste a cenar la semana pasada o aquel hombre canoso sentado junto a ti en el teatro cuando tus padres te obligaron a ir para el cumpleaños de tu tío, pueden ser mucho más importantes de lo que tu pensaste. Alguien a quien ves todos los días puede cambiarte la vida el día que decides mirarlo de una forma diferente, o darte cuenta de que está en el mismo lugar que tú al mismo tiempo. No sabes su pasado, su presente ni puedes predecir su futuro, pero darte cuenta que están ahí puede cambiarlo todo. Puedes no desear creerlo por el momento, pero todos estamos conectados y nos afectamos mutuamente. Si le sonríes a la persona correcta una mañana, puede que le cambies la vida… o pases desapercibido.
Por ejemplo, Joaquín es un joven prometedor, aprendió a tocar la guitarra a los 13 años y la ha tocado desde entonces. Estudia en un pequeño colegio para varones en el centro de la ciudad y toma la camioneta desde muy temprano para llegar antes de las siete de la mañana, cuando empiezan las clases con el sonar de una campana. Cuando regresa del colegio cocina el almuerzo para él y su hermanito pequeño, Daniel; hace sus tareas y le explica a Daniel por qué está mal su tarea de matemáticas. Cuando su madre regresa del trabajo le ayuda a cocinar la cena y lava los platos. A veces hace otros quehaceres, como barrer y trapear la casa, sacudir los muebles u ordenar su cuarto que dejó desordenado en la mañana antes de irse al colegio. Es un estudiante promedio, no suele resaltar ni en las materias ni en los deportes. Tiene pocos amigos, únicamente Diego y Francisco. Siempre saluda a la Señora Fernández cuando compra su refacción en la tienda del colegio y le desea un buen día, le ayuda a su profesora de lenguaje, la
Señorita Gálvez, a cargar sus libros los miércoles a las nueve y cuarto, mientras va camino a su lección de música al otro lado del patio del colegio. Joaquín siempre acompaña a Francisco camino a su casa, mientras que a Diego su papa pasa a traerlo después del trabajo. Dicen que es peligroso por esos lados, aunque nunca les ha pasado nada caminando por ahí.
Joaquín nunca tuvo sueños tan grandes como los de Diego de ser un doctor, o tan interesantes como los de Francisco de ser un jugador de fútbol en la próxima copa mundial. Pero tiene un sueño. Cuando Joaquín tenía trece años de edad, su mamá lo llevo en la camioneta camino a la casa de su tía. Mientras ella estaba ocupada con su hermanito, quien entonces era poco más que un bebé, Joaquín observaba a un joven mucho mayor que los chicos grandes del colegio. Tenía un par de pantalones de mezclilla deshilachados, un par de zapatillas de deporte viejos, una chaqueta negra, la cabeza cubierta con un gorro de lana ocultando sus rulos castaños y sostenía una guitarra.
En aquel entonces, Joaquín no conocía muy bien quién era Ricardo Arjona o Carlos Santana, no conocía ni a guitarristas ni a trovadores, ni siquiera había oído mencionar de Silvio Rodríguez ni nadie por el estilo.
Ese chico en la camioneta se llama Marlon González, y en aquel entonces tenía veinte años, estudiaba leyes en la Universidad de San Carlos y tenía una novia llamada Gabriela. Era común encontrar a Marlon cantando canciones en las camionetas. Solía pensar que la música era algo muy importante y que era la mejor forma de contarle su historia a la gente. Así que cantaba canciones que le gustaban, algunas que él escribía, canciones que contaban una historia. Fue entonces que Joaquín conoció lo que era un trovador. Estaba fascinado por como Marlon movía los dedos, como entrecerraba los ojos al cantar y como todos a su alrededor volteaban a verlo mientras cantaba con todo el corazón. Ahí nació el sueño de Joaquín de ser un trovador de camioneta.
Marlon estaba en esa camioneta a las once y veinticuatro minutos de la mañana el 17 de Julio, porque iba camino a juntarse con su novia Gabriela para ir a ver una película y almorzar. Si Marlon no hubiera estado ahí, justo tres semanas antes del cumpleaños número trece de Joaquín él nunca hubiera pedido una guitarra como regalo de cumpleaños y nunca hubiera ido al café internet que había a tres cuadras de su casa y habría encontrado como aprender a tocar guitarra él solo.
Joaquín pasó varios días sentado en el comedor de su casa después de terminar tareas y de cenar, esperando que se acabara el día y que su madre lo mandara a la cama. Eso significaba que otro día había acabado, que su cumpleaños estaba más cerca y que posiblemente recibiría una guitarra. Su madre se preocupó mucho que fuera a decepcionarse si es que no podía conseguir una guitarra de un precio más conveniente antes de la fecha de su cumpleaños, pero lo consiguió.
Cuando Joaquín cumplió 18 años, y le faltaba muy poco para graduarse del colegio, empezar la universidad y buscar un trabajo para ayudar a pagar su educación, Joaquín decidió que iba a empezar a cumplir su sueño.
Se subió en la camioneta que siempre tomaba para llegar a la escuela a la mañana y sacó la guitarra de su estuche para tocar los 20 minutos que le tomaba llegar a su colegio. Se sentó en uno de los asientos vacíos al fondo de la camioneta, tres o cuatro asientos detrás de Isabel.
Isabel tiene 16 años y cumplirá 17 años en diciembre. Es la más pequeña de su familia al igual que la única mujer. Su hermano Jorge está casado y tiene un hijo de 2 años llamado Víctor, su hermano Benjamín aún vive en casa con ella y estudia ingeniería en la universidad, y el más pequeño, Jaime, está a punto de graduarse del colegio igual que Joaquín.
Isabel estudia en un colegio de señoritas a seis cuadras del colegio donde estudia Joaquín, normalmente toma una camioneta que pasa más temprano cerca de su casa pero ese día se levantó tarde y tomó la camioneta en la que iba Joaquín. No había sonado el despertador y no había podido desayunar en su apuro por no llegar tarde, y para colmo su padre la había regaño muy severamente.
Isabel estaba molesta, tenía la mandíbula cerrada con fuerza y las manos empuñadas para cuando Joaquín se subió en la camioneta. Es algo raro que reaccione de esa manera cuando es reprendida por sus acciones, pues es bastante tranquila. Isabel no es de las que se mete en problemas en el colegio, es muy callada e introvertida más que todo. Le gusta leer y escuchar música en sus ratos libres, casi nunca sale de su casa a pasear con sus amigas o amigos del vecindario porque Benjamín y Jaime son bastante sobreprotectores respecto a ella y desconfían de sus amistades. Muchas veces no le importa, pero cuando realmente le gusta un chico que quiere llevarla al cine, no está muy a gusto con el comportamiento de sus hermanos.
Pero por alguna razón Isabel estaba aún más molesta que de costumbre, aun más encolerizada por un malentendido que hubiera olvidado al nomás salir de su casa camino al colegio. No había notado a Joaquín en aquel momento, ni siquiera había visto que Joaquín había subido a la camioneta cargando una guitarra, algo poco común en cualquier camioneta. Ni siquiera lo notó, con el uniforme que Jaime usaba todas las mañanas para ir al colegio, ni notó que en su mano izquierda había un brazalete de la amistad que había intercambiado con Diego y Francisco cuando estaban en primaria.
Lo notó hasta que su voz, grave y algo temblorosa por los nervios, retumbó por la camioneta.
Isabel es fanática de Ricardo Arjona, de Ricardo Andrade, y muchos otros. Incluso tenía una fantasía donde se casaba con algún guitarrista, uno talentoso, que le diera serenatas por las noches, en cenas de aniversario o de cumpleaños, que le escribiera sus propias canciones de amor y simplemente fueran felices por el resto de su vida. Inmediatamente, al escuchar el sonar de las cuerdas de la vieja guitarra de Joaquín y su voz, volteo hacia el asiento de atrás donde estaba sentado y lo observó con los ojos bien abiertos.
Isabel observó la forma en que movía los dedos a través de las cuerdas con fluidez, como si sus dedos fueran parte de la guitarra, o la guitarra misma fuera una extensión de su cuerpo. Observó como entrecerraba los ojos con la letra y cantaba al compás de la música. Isabel nunca puso tanta atención en una canción como lo hizo esa vez que Joaquín tocó en esa camioneta tan temprano en la mañana.
Mientras Isabel lo observaba con tanta admiración, con tanto fervor, Joaquín sentía que las rodillas le temblaban, que el corazón le latía más rápido y a la vez se detenía. Sentía una onda de excitación recorrer su cuerpo mientras observaba como lentamente todos en la camioneta volteaban a verlo, e incluso el piloto ajustaba el retrovisor para verlo momentáneamente mientras tocaba. Noto que había una ancianita que tenía un aspecto severo, pero con el pasar de las notas y compases, su expresión cambió a una de júbilo. Había un niño pequeño que estaba muy inquieto y su madre parecía estar angustiada, ambos se relajaron visiblemente y sonrieron despreocupadamente al escucharlo, como si el niño no quisiera causar un barullo que distrajera de su música y los problemas de la madre hubieran desaparecido en el aire momentáneamente. Un hombre, tal vez un par de años mayor que la madre de Joaquín, lo observaba con orgullo como si fuera su hijo ahí tocando en medio del estadio a una multitud de millones de fanáticos.
La camioneta se detuvo en la siguiente parada y el asistente, un poco apenado, llamó a todos quienes desearan bajarse al frente. Isabel volteó la mirada y se dio cuenta que el tiempo había pasado demasiado rápido, que su parada ya estaba demasiado cerca y las pocas canciones que Joaquín había podido tocar no habían sido suficientes para su repentino deseo de escuchar más de él. Lastimosamente, tomó su mochila y se bajó de la camioneta con aspecto entristecido. Caminó hasta el portón de su colegio en donde sus amigas, Ana y Josefina, la esperaban.
-¿Por qué la cara larga?- preguntó Ana.
Y no fue necesario más, Isabel les relató toda la historia, cada pequeño detalle de la figura de Joaquín, la forma que tocaba, su voz. Les contó sobre su sedoso cabello negro, su tez morena, sus ojos acaramelados y su sonrisa al cantar, sobre el uniforme que llevaba puesto, el brazalete de su muñeca izquierda, sus viejos tenis zarrapastrosos, sus agujetas ennegrecidas, su guitarra negra y su estuche deshilachado. Cada detalle fue analizado y ambas amigas callaron sus pensamientos acerca del misterioso y renombrado Trovador de la Camioneta.
A seis cuadras, Joaquín se bajó de la camioneta agradeciéndoles a todos quienes lo escucharon. Caminó al portón del colegio, en donde Diego le ayudó a cargar la guitarra y Francisco lo saludó con una bocanada de empanada de pollo que estaba comiendo, porque Francisco siempre estaba comiendo. Los tres amigos entraron a clases al sonar la campana de las siete y pasaron un día como todos los días. Le preguntaron el motivo de que trajera su guitarra y comentó que había cantado en la camioneta como alguna vez lo había hecho Marlon cuando él tenía trece años.
Tocó la campana del receso y Joaquín se paró en su lugar de la fila para comprar una empanada de pollo, que se le apetecía desde que Francisco lo había saludado en la mañana. Como de costumbre saludó a la Señora Fernández y le preguntó cómo estaba la pequeña Sofía, su hija de seis años que parecía estar en cama muy enferma. La señora le comentó que irían con el doctor a ver qué tenía, pero que por el momento todo parecía que estaría bien. Él le sonrió, afirmándolo con aún más vehemencia que ella y se alejó con su empanada de pollo. Tropezó en el camino con un chico alto, de cabello rizado de un tono muy parecido al de la chica de la camioneta, Isabel, aunque Joaquín no sabía su nombre.
El día continuó y caminó a su clase de sociales, ayudó a la Señorita Gálvez con sus libros, ayudó a un niño pequeño que se tropezó con el cordón de sus zapatos a levantarse y como si hubiera sido su pequeño hermanito, le enseñó aquella tontilla canción que le enseñaron para aprender a amarrarse las agujetas. Al sonar la campana del final del día, Joaquín tomó la camioneta y regresó a casa, acompañado de Francisco. Hizo lo que siempre hace y se fue a dormir con la sonrisa más grande que había tenido en su vida desde que le habían regalado la guitarra para su cumpleaños número trece.
Con el pasar de los días Joaquín cantó más y más canciones, incluso hubo una vez que se atrevió a cantar una canción que él había escrito. Un anciano, cuyo nombre era Raúl Cortez, lo felicitó con una mirada en los ojos que sus nietos no habían visto desde la muerte de su esposa Lucrecia. Le dijo que podía ser grande y que le deseaba lo mejor en su futuro, incluso intentó ver si le aceptaba que le comprara una bolsa de dulces que vendían al frente de la camioneta pero Joaquín se rehusó educadamente, que sus halagos eran más que suficiente para alegrarle el día. Había muchos que tomaron la costumbre de tomar esa camioneta, de observar a Joaquín tocar todas las mañanas a la misma hora, y otro grupo lo escuchaba en la tarde cuando regresaba del colegio a casa con la mochila un poco más pesada y Francisco a su lado. Entre ellos estaba Isabel, que esperaba por casi una hora la camioneta correcta todos los días, la camioneta que Joaquín tomaba para verlo tocar. No le importó las miles de veces que Jaime la reprochó por arriesgarse a llegar tarde al colegio y su terquedad por tomar esa camioneta específica. Era tonto, en su opinión, pero para Isabel era el momento más feliz de su día: escuchar a Joaquín.
Un día, misteriosamente, Joaquín no estaba en la parada usual de la camioneta. La gente se decepcionó pero no hizo ningún comentario, no lo conocían mucho. La madre y el niño, o más bien Roberta y Julio, pasaron una mala mañana ese día. Roberta finalmente había decidido presentar una denuncia contra su esposo, quien constantemente la golpeaba a ella y a Julio. Esa mañana necesitaba que algo o alguien la animara, esperaba que fuera Joaquín, pero Joaquín no apareció.
Aquella mujer de aspecto severo, Marta, estaba excesivamente molesta por su escandaloso vecino que no la dejaba dormir por las noches. Joaquín tenía un efecto calmante en sus mañanas y no era tan gruñona al llegar al trabajo. Pero ese día su expresión malhumorada no desapareció y encontró miles de excusas para desquitarse con sus empleados, haciéndolos pasar un mal día también.
Julián Pérez, aquel hombre maduro que solía sentarse bastante cerca de Joaquín necesitaba los ánimos para hablar con el amor de su vida, su esposa a quien había abandonado varios años atrás, temeroso y angustiado por la venida de un bebé que no estaba planeado ni encajaba con sus vidas en el momento. Pensó en Joaquín, que si él fuera su padre querría conocerlo a fondo, y así tenía planeado hacerlo con su hijo. Joaquín le había dado fuerzas, y con su ausencia, las había ahuyentado y llamado de regreso todas sus inseguridades.
Una noche antes, la Señora Fernández se enteró que su hijita, Sofía, tenía leucemia y era necesario un trasplante de médula para que pudiera sobrevivir. Nadie le preguntó sobre Sofía, nadie le preguntó si estaba bien o mal, si necesitaba algo. No estaba Joaquín. A las nueve, ese mismo día, la Señorita Gálvez se tropezó y se lastimó la muñeca cargando sus libros, los que Joaquín usualmente le ayudaba a cargar. Pero la Señorita Gálvez no lo había visto en todo el día y asumió que debía estar en cama, enfermo.
Esa tarde después de que terminarán las clases, Francisco tuvo que irse solo a casa. No estaba Joaquín para acompañarlo por aquellas supuestas peligrosas calles. Esa tarde, si fueron peligrosas. Estando a un par de cuadras de su casa, un hombre no mucho mayor que Francisco se le acercó con el rostro cubierto por la capucha de un suéter demasiado grande para su delgada complexión. Tenía un arma en la mano y un tono de voz amenazador, le pidió el teléfono, la billetera, el reloj e incluso le quitó los zapatos. No había quien llamará a la policía o lo ayudara a ahuyentar al posible temeroso ladrón. Francisco no quiso arriesgar su vida y le dio todo, pero sin embargo, el ladrón le dio un golpe con la culata de la pistola en la sien del lado derecho, dejándole un buen moretón y un fuerte dolor de cabeza. Francisco llegó adolorido y encolerizado a casa, con rodillas y manos temblorosas en una madre preocupada y atemorizada por casi perder a su hijo a manos de un ladrón de mala muerte.
La más triste por la ausencia de Joaquín era Isabel. Tenía un nudo en el estómago y sus manos le temblaban en un mal presentimiento, temía por Joaquín sin saber porqué. Pasaron las horas y la angustia, la desolación y la extraña sensación de impotencia se hacían cada vez más grandes hasta que al día siguiente, mientras desayunaban Isabel y su familia, salió en las noticias. Aparecieron imágenes de una balacera, y de repente salió el rostro de Joaquín. Isabel se sobresaltó y le arrebató el control remoto a su hermano Jaime, que estaba a punto de cambiar el noticiero por un programa de televisión acerca de detectives y policías investigando un crimen.
-¡Es él!- exclamó Isabel, subiéndole el volumen a la televisión, donde salió una joven de unos veintitrés años de edad, usaba un traje de vestir negro y sostenía un micrófono a su boca, relatando la noticia.
Muere Trovador de la Camioneta
“El día de ayer el joven Joaquín López, alumno del Colegio para Varones de la zona 1 fue asesinado durante una balacera entre pandillas en la zona 9. Se desconoce el paradero y la identidad de los asesinos del joven Joaquín López de 18 años de edad. Aquí uno de los sobrevivientes y testigos de lo ocurrido, Raúl Cortés de 54 años de edad, amigo de la víctima, cuenta su opinión”
Entonces salió el anciano que se sentaba cerca de Isabel en la camioneta, su cabello canoso y su piel arrugada estaba ahí, pero aquel brillo de sus ojos y su sonrisa gentil había desaparecido. Hablaba de lo ocurrido y como había visto que le disparaban a Joaquín sintiéndose impotente e inútil, sin poder ayudarlo.
“Raúl Cortés, un hombre retirado cuenta la historia de Joaquín. Un estudiante con una guitarra al hombro que toma la misma camioneta, la I-203 que pasa por el centro de la ciudad, todas las mañanas camino a estudiar. Se le conoce como El Trovador de la Camioneta, pues toca canciones tanto propias como de artistas conocidos, no cobra nada ni pide propinas por una excelente presentación musical. Enriqueta López, madre soltera de Joaquín de 44 años, llegó a la escena del asesinato horas después de haberlo reportado como desaparecido en una estación cercana de policía donde fue informada de la muerte de su hijo mayor. Fue vista desconsolado y llorando en brazos de Julián Pérez, un hombre de 47 años quien dice ser el padre de Joaquín, aunque no estaba enterado. Joaquín era un hombre talentoso y comprometedor, sus maestros comentan el brillante futuro que predecían para él una vez acabada su carrera colegial, la cual estaba muy próxima. Lastimosamente parece que su futuro quedó estancado en ser recordado como El Trovador de la Camioneta I-203”.
Isabel reconoció a su padre, quien se había sentado al lado de Joaquín incontables días sin saber que era su hijo, vio a su madre destrozada por su muerte y sintió que las rodillas se le hacían más débiles. Se sintió derrotada y agotada, nunca había tenido el valor de acercársele a Joaquín y preguntarle su nombre y siempre le quedaría ahora la duda de que hubiera pasado si se le hubiera acercado. ¿Hubiera bajado en aquella parada? ¿La hubiera acompañado a su casa y vivido para conocer a su padre? ¿Tendría el futuro que todos pronosticaban?
La historia puede tener miles de finales diferentes, pero no cambia el hecho de que Joaquín está muerto hoy. Su ausencia afectó a millones de personas, incluso a ti aunque no lo veas de esa manera, y seguirá afectando a miles de personas porque Joaquín estuvo vivo en algún momento. La humanidad es como una cadena, Joaquín era un eslabón, y por más pequeña e insignificante que haya sido su influencia en este mundo, cambió algo en nosotros. Tal vez tú no lo notes, tal vez yo no lo noté, pero que Joaquín esté muerto nos afecta también. Todos estamos conectados, todos afectamos a todos. Es algo aterrador, saber que incluso aquel hombre que está leyendo el periódico al otro lado de la habitación está conectado a ti, te asusta por ser desconcertante y extraño.
Mi miedo más grande siempre fue que al morir nadie lo notara, que nadie se diera cuenta o me recordara al partir a donde sea que me toque partir. Ya no tengo ese miedo, porque por más pequeña e insignificante que llegue a ser mi muerte, afectará a alguien. No importa si no logré las cosas que quería hacer o si logré ser alguien famoso, mi presencia y mi ausencia tendrán valor, le cambiarán la vida a alguien. Tal vez así la vida tenga más sentido ahora…
Miranda Navas escribe desde Guatemala
Fuente: ARGENPRESS CULTURAL