Alfonso Villalva P.
Quizá ya te olvidaste de mi, y no te culpo. Siento un vacío irreparable, muy profundo, provocado por tu ausencia, tu lejanía, tu distancia, tu distracción. Han pasado ya muchos años desde que ocurrió lo que pudiéramos identificar como la chispa que encendió nuestra pasión, vaya, desde que comenzó lo nuestro, como dicen en las inefables telecomedias que dan ahora por las noches, para deleite de nuestra frivolidad.
Mucho tiempo, y como todo lo que brilla en este mundo…, también lo nuestro se fue opacando, se fue difuminando; se fue penetrando de toda esta mierda que ahora respiramos; fue claudicando, nuestro brillo, digo, a la patina inexorable de este devenir que parece empeñado en convertir todos mis recuerdos y refugios sentimentales, en un vulgar inventario de anticuario en el mercado de los sábados de las calles viejas de mi Ciudad.
Quizá no recuerdes, pero yo tenía escasos años, apenas algunos pelos incipientes en los sobacos, cuando me entregué a ti, proverbial y literalmente, como un colegial. Y no es que ahora, después de tanto tiempo, precisamente en la era de la información; en la que el sexo seguro se practica frente al ordenador; en la que la gente se mide por sus posesiones materiales; en las que el aprendizaje ignora a las fuentes últimas del conocimiento; y en la que la belleza humana se mide por onzas de silicona inyectadas en las zonas más carnosas de nuestro ser; no que es ahora, te reitero, salga con la inconveniencia de reclamarte cursilerías, con la consabida mariconería de llorar lo que no supe conquistar como hombre de verdad. No es que ahora, te lo aseguro, venga a mendigar cariños que no me correspondieron nunca jamás.
No, de ninguna manera, verás. Pero quisiera contar con tan solo cinco minutos de tu atención razonada, de tu anuencia a escucharme sin prejuicios y sobre todo, con las entrañas sobre la mesa para que puedas identificar todo eso que sentías hace tiempo y que ahora se ha quedado adormecido merced a todos esos abusos de los que has sido objeto, a tu calidad de victima inocente del lenocinio del que se han beneficiado otros que como yo juraron amarte por sobre todas las cosas, te rindieron pleitesía con letras de oro al centro de un recinto legislativo, y que solamente lucraron de tu virtud, de la mezquina idea que unos tienen de explotar tu nombre, tu prestigio, tu aniversario (ya bicentenario), tu esencia, a cambio de unas cuantas monedas que representan el precio de su dignidad.
Y es que, si recuerdas bien, mi cariño siempre fue verdadero. Tan patente, que tu misma sentías notas musicales vibrar en las profundidades de tu abdomen cuando yo hacía un lance en tu nombre, cuando te representaba para defender tu honor, cuando en ti me acurrucaba para escribir las primeras notas de mis reflexiones en un trozo de papel, cuando contemplábamos durante horas la incansable labor de un maestro de verdad, de los que ya casi no hay; cuando tomaba entre mis manos la hoz, el martillo, las semillas, y transformaba mi esfuerzo en bienes consumibles para mis hermanos, para otros que como yo, con legitimidad y buena fe, te idolatraban, te endiosaba, te adoraban en verdad.
Te juré la vida, en parte porque así me enseñó mi padre, a jugarme el pellejo y todo lo material, por una idea superior y trascendente; en parte porque eres –siempre has sido- una representación de la maternidad sublime que por suerte me tocó conocer en mi propia madre mexicana, en la madre mexicana de mi descendencia, en otras madres mexicanas cuyo lugar en la historia de tu grandeza no se discutirá jamás.
Te juré la vida, el honor y la muerte, sin reservas, sin condiciones. Hice de ti una diosa –por que eso eres en realidad, una deidad femenina terrenal, carnal-. Y te he llevado con esa veneración clavada en mi mente, en mi alma, en mi torrente de testosterona que me impulsó siempre a ir adelante y nunca dar un paso atrás. Te convertiste desde entonces en mi dragona mitológica que solamente tiene explicación mediante impulsos eléctricos en la región anterior del músculo de mi corazón –en donde se oye y siente contento su latir-, en la región perimetral de las decisiones que se toman con un par en su sitio, en el orgullo de la valentía y la bravura que asumen como presupuesto que uno es así, leal a su origen, a su tierra, a su Nación.
Quizá ya olvidaste la mañana en la que tomé el juramento en el colegio militar, las mañanas en las que fui ascendido una y otra vez, las mañanas en las que nos enganchamos a fogonazo limpio con el enemigo, por el simple orgullo militar, ese que solamente tiene por esencia, el amor a ti que un puñado de hombres puede transformar en el campo de batalla, en arrojo, honor y heroicidad.
Quizá tu ya no te acuerdes de mí, un simple soldado de tropa que un día juró, poniendo su humanidad en juego, que te amaría por encima de todas las cosas; juró servir a la Patria cuya imagen, es tricolor.
Quizá, como los demás, no te acuerdes de mí, un simple militar que murió acribillado en el cumplimiento del deber, sin honores, sin reporte televisivo, sin notas en la prensa nacional, denostado por una sociedad absolutamente abyecta e indolente; utilizado por los políticos de ocasión; un soldado al que le dolió mucho más tu olvido que los impactos causados por el R-15 del enemigo y que despedazaron sus órganos vitales; un soldado que yace con su uniforme de gala en una fosa de tres por uno y medio y que juró, también, con lágrimas en los ojos, por tu honor morir.
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