Golpes de tristeza y derrames de alegría

Por Gustavo E. Etkin
 
Sus padres eran dioses.
Su divinidad era notoria y fuerte en ciertos momentos.
Su madre era una diosa cuando se le acercaba sonriente y le decía: “¡Tomá esta florcita!”
Y le daba una flor del jardín. Rosa o jazmín. Y él la olía y flotaba en felicidad que se derramaba en su cuerpo.
 
Su padre cuando lo subía sonriente y lo llevaba en brazos. Llevado por un dios.
Desde los cinco años lo esperaba todos los días en la puerta de entrada de su casa, cuando volvía del consultorio. Abría la puerta y al ver a su hijo lo levantaba upa.
Era la felicidad, también derramada en él.
Hasta que una vez le pidió: ¡Papi, upa! El padre lo subió, pero de pronto dijo: “-Ya estás grande”, y lo puso en el suelo.
Sintió entonces un golpe de tristeza. “¿Entonces upa nunca más?”, pensó. Y se le llenaron los ojos de lágrimas.
Su madre, siempre un día por semana –que él esperaba ansioso– le traía sonriente las flores. Era la felicidad derramándose en su cuerpo.
Hasta que llegó un día en que, como siempre, él esperaba. Pero ella no vino. Entonces le preguntó: -¿Mami, por qué no me traés más flores?
-“Pero nene, ¿no ves que no hay más jardín?, le respondió su madre.
Entonces también se le llenaron los ojos de lágrimas.
Otro golpe de tristeza.
O cuando creía, no dudaba, que existían los Reyes Magos. Una vez por año ponía sus zapatitos cerca de la ventana de su dormitorio, y al día siguiente siempre le aparecían regalos. Eran los Reyes Magos. Se sentía feliz.
Hasta que una vez sus padres le dijeron, como si fuese algo banal, que los Reyes Magos no existían. Que eran ellos.
Ahí fue otro golpe de tristeza. Se escondió y lloró en silencio.
Otra vez, a los ocho años, estaba en el asiento del auto junto a su padre, que iba dirigiendo.
De pronto le vio pelos blancos.
-Papi, ¿por qué tenés pelos blancos?, le preguntó.
-Porque me estoy quedando viejo.
– Entonces, ¿te vas a morir?
– Sí, claro. Le respondió con esfuerzo.
Ahí, otro golpe de tristeza. Se encogió, se llenaron sus ojos de lágrimas, y le dijo:
-Si vos te morís, voy a una farmacia, me compro un veneno y lo tomo.
-¡..No…como decís eso…!!!!!, respondió el padre casi desesperado.
La alegría, para él, era muy diferente. No eran golpes que hacían llorar. Era sentir en su cuerpo el derrame de algo lindo y tintineante. No eran golpes secos, como los de la tristeza. Era un mar suave y colorido que lo llenaba de campanitas y colores.
Como la alegría que sentía cuando su padre llegaba y lo levantaba upa o cuando su madre, sonriente, le traía una florcita.
Y con el tiempo la alegría no fue solamente por la llegada de su papá.
Era también por otro tipo de padres y madres que iban apareciendo en los gobiernos de América Latina.
Otras formas de recordar su historia.
 
Gustavo E. Etkin escribe desde Bahía de San Salvador,
ARGENPRESS CULTURAL
 

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