Fin de fiesta.
Por El Lector Americano
Túnez 10 de agosto, 2022.- Varias cosas que me pasaron en la vida llegaron tarde. Conocí el buen cine a los 16 años, y todo porque había un ciclo de cine gratis en el Instituto Chileno/Alemán de Cultura. Ahorré dinero por primera vez a los 28 años, y me fui a recorrer el sur de Chile, Argentina, y Machu Picchu en el Perú. Empecé a estudiar formalmente periodismo a los 26 años, aunque sí recuerdo que desde muy chico le pedía sistemáticamente a mis viejos que me llevaran a tomar clases de redacción a algún instituto de, ¿secretarias? para aprender a escribir, y también ver películas, y ver qué pasa. Pero todo era muy complicado, y la excusa era que no había dinero, que no habían tenido tiempo para anotarme, pero la verdad es que se la pasaban discutiendo por problemas económicos, al ritmo de otros reproches de larga data cada vez que mi padre le decía a mi vieja “¡que le vamos hacer!” y desaparecía todo el fin de semana para ponerle fin a la polémica. Así era.
Pero una cosa sí me pasó temprano: ir al cine por diversión. Yo tenía 14 años –corría el año ’79– y mis hermanas, yo, y otros amigos, incluyendo a Marilú (que sería como una novia primera platónica, que usaba pantalones ajustados de satén, y que en ese momento tendría 16 o 17 años), nos fuimos al cine a pasarla bien. Aclaro, nunca fui un niño de ir a ver Disney, ni el show de Bugs Bunny, ni la película de los Muppets, ni Los Picapiedras. Nos, fuimos a ver “Grease” (en Chile Grease, Brillantina), un film musical, un drama, o una comedia juvenil retro que me trajo una inmensa alegría a mi vida adolescente. Primera vez que chicas sinuosas, besos mojados de chicas de la parte de atrás de un carro, cinturas y caderas más anchas que mi propia realidad, algo de circulación de droga, pero también maltrato familiar, mucho machismo (donde sobrevolaba el aborto), muchas decepciones amorosas, y algunas peleas callejeras.
No sé cómo hicieron mis hermanas, mis amigos y Marilú para meterme en el cine, ya que seguramente la película clasificaba, como mínimo, “no apta para menores de 16”, ni tampoco podría describir detalles de ese día.
Lo que sí puedo decir es que la película me quedó impregnada en mi retina sentimental. Quedé fascinado de cómo por primera vez, estoy seguro, descubrí que los varones, John Travolta, podía bailar y gustar a las chicas de barrio. Me fasciné con él, con el cine, con bailar y con algo que después me di cuenta tenía que ver con el disfrute. A partir de allí, pedía todo el tiempo verla de nuevo y bailar como Olivia Newton-John y John Travolta, en los ‘bembé’ de casas de amigos. Lo loco es que soñaba con conocer los personajes de Grease. Quería ser todos esos chicos de la película para estar cerca de Olivia Newton-John, ¡un ratito por favor! Estoy seguro que podría haber sido su amigo, el que le ayudaría a encender sus cigarrillos, o estar a su lado –en una imaginaria cena familiar– sin ninguna discusión por problemas económicos, una secuencia casi de rimbombante que en mi montaje emocional la terminaba con mi abuela, Hermelinda, diciendo “¡por favor Dios, Dios!”.
Lo que uno imagina a veces, con 14 años, hoy, ayer me vino a mi memoria cuando me enteré del fallecimiento de Sandy u Olivia Newton-John. Recordé un devenir de momentos delirantes, y graciosos, conmigo dentro del film, y esos chicos que éramos en 1979, en un cine —nuestro Cinema Paradiso— queriendo ser jóvenes eternos, a pesar de que esa sala de cine hoy es un templo evangélico. Por supuesto, también deseaba ser John Travolta, el gran bailarín, en ese momento un joven actor en ascenso, haciéndose el renegado de su musa inspiradora, Sandy. Y así, como los recuerdos son siempre caprichosos, hoy miré un rato la película, y me di cuenta que Danny Zuko y Sandy eran en la pantalla “la algarabía de los sueños juveniles”.
En fin, como sea, yo quería estar cerca de Olivia Newton-John. O como en el inicio del film estar en la playa de California entre chicas y chicos bronceados que me transportaron –a mi mismo–, joven de país periférico y en dictadura a ser feliz en secuencia. Sentir ese verdadero amor que es cuando la narración de Sandy se funde con la canción “Summer Nights” interpretada por Olivia/Sandy – Travolta/Danny, que te hace inevitable empezar a mover los pies al compás de la música, y luego mover el resto del cuerpo al compás de la caminata de Danny Zuko, quien relata a sus amigos la gran aventura amorosa que tuvo ese verano. Lo mismo Sandy y su bella ingenuidad que, para los años ‘80, aún sobrevivía con respecto a la apatía de hoy.
En los años que siguieron, cada vez que la película era pasada por televisión (cuando todavía no se alquilaban de videos ni había streaming) siempre fue una cita obligada para mí. Pasara lo que pasara la veía siempre. En un momento, para unas navidades al comienzo de los ‘90 –supongo que para calmar mi ansiedad– escuché la banda original de la película en una tienda de discos mientras leía un libro sobre la peli. Lo escuchaba una y otra vez y así fue como empecé a explicarles a los demás que bailar divertidamente sin importar lo que los demás digan, es un legado de Grease. Y también tenía a Marilú y a su novio, que se habían hecho expertos en Grease, y con mi hermana más grande, les copiábamos todos los pasos.
Así fue fue como armando un dúo con bastante personalidad y empezamos a ser un poco la atracción en fiestas familiares. Y una vez en la secundaria gané un concurso de baile en un cumpleaños. Ese día bailé con una compañera que adoraba a Madonna, ya más en los ‘80, y que también bailaba muy bien, y yo mismo más grande haciéndome el Tony Manero de Fiebre del Sábado por la Noche, bailoteando tipo Travolta y su locura de mover el esqueleto. (Ahora mismo me río de todo esto).
Durante toda mi adolescencia, después de los 14 años (he aquí otra cosa que no hice tarde) empecé a mentir en mi casa para ir a las fiestas y bailar. Me recuerdo siempre ingresando a la pista con actitud “Travolta”. Tal como le dice “Rulos”, una de los personajes claves de la película cuando se dirige a la pista, “la gente se te abre como el Mar Rojo”. Pues bien, de alguna forma yo buscaba esto en las fiestas o bares con música a los que fui o de los que imaginaba el chico ser más atractivo con las chicas. Porque los sábados, o los fines de semana o en el secundario, como Travolta de Grease, eran los momentos en los que (hasta que conocí el cine y la narrativa) me sentía un poco especial. La tarea era identificar también quién era la mejor chica bailando. Hablarle, convocarla, y formar pareja con ella. Y por supuesto, de la mayoría de las veces me terminaba enamorando. (…)
Con el tiempo, y las sucesivas veces que vi la peli me fueron pasando otras cosas. Más allá del disfrute con los momentos de baile, empecé a valorar otros momentos del argumento de Grease, y de mi propia vida. Me emocioné, por ejemplo, de mi reencuentro con Marilú muchos años después, y las palabras de aliento del uno para con el otro cuando uno crece; o cuando le pides perdón a tu madre al verla llorar; o las veces que tú pides no ser juzgado por los rollos de tu familia, y me emociono siempre, siempre… con la escena donde Sandy, a modo de carta/canción (Hopelessly Devoted to You), pone en evidencia todo lo que una jovencita sabe del amor, en el portal de su casa.
Allí, en esa escena, Sandy por fin se da cuenta de otro modo, ya sin sobreestimar a Travolta como lo hacía al principio, que no sólo el sol y la playa hacen al amor sino otros aspectos que identificaban a los jóvenes de esta película. Como ser chicos de un determinado barrio, con familias complicadas, con trabajos duros y mal pagos… Como Danny y su trabajo en un taller mecánico, me hace acordar a uno que tuve yo en un supermercado, años después. Viajaba una hora de casa al trabajo para ordenar mercancías en un depósito, cobrar un sueldo que me alcanzaba justo para pagar mi alquiler y mi comida. Y las coincidencias siguieron.
Como si yo fuera Danny/Travolta también, en un momento, tuve que decidir. Y esta película te ayuda a confiar que los sentimientos a veces simplemente te brotan en la cara, como cuando él se encontraba con Sandy en la pista de baile. Que la vida también había que disfrutarla, y qué importa lo que piensen los demás. Y en mi caso “bailar”, aunque ya no se tratase de bailar literalmente en pistas de discotecas, era parte del porvenir que uno mismo se forja. Entonces, a los 26 años dejé los trabajos de mierda, lustré mis zapatos, me compré unas camisas con el dinero que tuve y me dispuse solamente a hacer lo que disfruto. Y mi “baile”, en este caso es trabajar de narrador y periodista.
Y Grease, después de 43 años, aún permanece allí en mi colección de películas especiales. Lo mismo que esa chica bella, Olivia Newton-John, la novia de millones de chicos que hoy ya tienen 60 años, casi.