La Sinfónica de los tilos

Por Carlos Alberto Parodíz Márquez

Tiene dos horarios de actuación. También dos prolongadas funciones que no se agotan con el aplauso, el más rotundo porque trata del silencio consagrado por los abonados al placer, una legión casi en extinción. Una complicidad circunstancial, como el milagro de la vida. Así pensaba asomado al cierre de ese 2003.

Los tilos son altos, están alineados frente a la casa por una de las calles fronteras. Son orgullosos y devuelven agradecidos, al caer la tarde y durante la transición con la madrugada fiel, un suave aroma de aromos. Exhalan casi copulando con esa música alrededor, concluyendo en un orgasmo fuerte, penetrante, celestial.

Los ejecutantes son zorzales varios, una extensa y numerosa familia y especies diversas que no distingo si no es por sus tonos.

Se congregan y seguros de tener la sala colmada, desgranan la música de los trinos que se deslizan sobre heladas y lustrosas superficies verdes, fruto del rocío que todavía llega para quedarse, dispuesto a no perder un sonido. Es que se cuentan historias de vuelos perdidos y encontrados.

Los tilos exhaustos pero felices contienen residuos rumorosos. A veces inventan brisas leves, que suenan como coros lejanos, complacidos con un festejo que se repite cada día. Yo asisto a todos los que puedo, claro.

Esa tarde noche, Yon quien llegó como las noticias, sin anuncios, había estacionado el Alfa gris concesionado por la grácil propietaria, sin apuros a la vista; vale recordar que, ella, dispone otro Alfa bermellón y convertible, estirpe que cuenta con un solo ejemplar en el país –que se sepa- el suyo.

El vasco, con el hermetismo adherido su marca de fábrica, desalojó bártulos del baúl. Armó la parrilla, por supuesto sin consultar y mucho menos recoger opiniones sobre el asado de tira, única opción y la ensalada, misteriosamente transportada en recipientes que ocultaban de indiscreciones, sabores de contrastes, según aromas que se deslizaban al pasar. Docto, me dijo casi con desdén.

– Este es un acontecimiento imprescindible para mantener la identidad – me quedé con la boca abierta y una luciérnaga traviesa y trasnochada casi me investiga sin pedirme documentos.

Además tiene significado, no como el amor – allí mi asombro claudicó porque no había bebido suficiente, como para justificar asombro y confusión. Pero el vasco siempre es propietario (yo inquilino) de lo inasible.

Un don que tal vez deviene de la historia. Los pueblos que se ubican en las alturas (vascos por ejemplo) suelen ser hoscos, parcos e invasores de los que moran en las llanuras (negociadores perpetuos). Quizás con esto justifico mi cobardía; mi reticencia a protestar cada vez que él lo hace (invadirme), amparándome en el afecto inexplicable.

Lo cierto es que presté atención –en realidad lo único cierto- a la caja de Malbec “El Portillo de Salentein”. Sucede que Malbec es nuestro DNI en vinos y una lágrima furtiva se escurre cuando uno coteja la cruda imposibilidad que ofrece una realidad blindada. Afortunadamente Yon me distingue, como mecenas de la buena mesa, tanto como para que no lo olvide.

En síntesis, el poder de convocatoria que dispone esa uva, para mí, sobre todo lo que destila su aroma frutal, puede hacerme parpadear como la espalda pecosa de la mujer dorada, un mapa arrasador para explorar el sur de su cuerpo. Agradecí en silencio el recuerdo y el presente, preservado en esa caja de cartón rugoso, pergamino de una fragante aristocracia nacida en el valle del Uco.

El vasco, en esa individual decisión, como todas por otra parte, traía el buen pasar en la ausencia de apuros –al contrario de mi famélica militancia en la necesidad -, como prueba estaban los delicados cortes de quebracho colorado, elegidos como de una muestra precolombina en Zurbarán, para organizar el fuego y las vísperas. Las copas de cristal rojo jugaban reflejos paridos por las chispas, como una cometa intermitente en el cielo del vino.

– ¿Que te trajo y a quien vas a traer, si se puede contar? – me atreví.

– A “hermosa”, respondió con impavidez y naturalidad, a prueba de cualquier perturbación. Eso volvió a provocarme un espasmo indefinible.

¿Qué quiere? – pregunté, cuidadoso.

-Consultar – fue su extensa explicación.

– ¿Tal vez el índice Merval? -, quise ironizar sobre el móvil del visitante, habitante de los “barrios costeros” del arroyo “Las Perdices”, zona buena para todo, menos para vivir. Pero en este país, entre otras cosas que no se eligen, está el lugar del arraigo. “Vivir se puede pero no te dejan”, profetizó alguna vez Tato de América.

– La necesidad es la misma en cualquier geografía, sólo cambia la calidad y el motivo – refutó Yon.

Convengamos – dijo, luego de aprobar el primer sorbo del melodioso Malbec – que las urgencias, si las hay, no tienen dueño -, agregué como débil protesta.

¿Que cuestión de estado puede originarse en el Barrio San José?, más que la sobrevivencia, pensé, visto la escasa y nula intención y atención con que siempre los distinguió el estado de turno. Siempre fueron útiles para cantar y movilizar, en realidad servir a los “caudillitos”, también de turno, aunque el turno, como se ve, resulte excesivo y tenga derivaciones no deseadas por eso inquilinos indeseables del poder.

– Vos pensás más de lo que decís -, acusó con la severidad de un fiscal, compungido y, para peor, honesto.

– Por lo menos démosle una oportunidad, como a la paz, según Lennon. Hablando de oportunidades pensé en que, a mí la carne me gusta “vuelta y vuelta” y este asunto podría prolongarse y poner en riesgo la oportunidad.

“Hermosa” luce gallardo, pese al tiempo, cala anteojos sobre su tez oscura. Porta un bolso azul que, cuando abre, permite ver la Beretta en su funda. La faca en la otra, como parte del equipaje diario que lo acompaña.

Vivir es un oficio, predijo Pavese. El pelo cano y su paso acompasado lo llevan y lo traen a y de su romances clandestinos, como la vida, en este caso la suya.

Me ignoró al entrar, pese a tratarse de mi casa.

Tiempo, carne, vino y después, se dirigía a Yon entre bocados y sorbos. Es bueno para eso, también, pese a su pasado poco grato, para mí por supuesto.

– Damiani está de vuelta -, le contó al vasco, dando por seguro que era un dato público.

– ¿El que te baleó en el almacén? -, preguntó Yon, como si nada.

– Ese -, respondió “hermosa” seguro del seguimiento. Su tono nordestino le hace morder, además, las palabras.

– ¿Y que pensás hacer? – , deslizó el bilbaíno.

– Vine a consultarte -, dijo el otro – porque los de “narcotráfico” me dijeron que me quede tranquilo, que van en cualquier momento, a la casa, y lo “limpian”.

– ¿Y cual es la consulta entonces? -, el sarcasmo no resultó audible para el visitante, ocupado en “pelar” una costilla, no sé si jugosa.

– Que no quiero -, dijo, para agregar dubitativo – por lo menos en la casa, tiene chicos y eso no me gusta –fue su pudorosa explicación.

Me colgué de la impunidad. Me hamaqué en el absurdo. Miré desde la cima de derechos. Pensé en los humanos y los otros. La moralina del poder, respecto de la “poli” y el clon de vida y muerte que se negocia en cada barrio del suburbio.

-Te repito, voy a decir que no -, más se habló para consigo que para nosotros, pero la decisión le costaba.

– ¿El sabe que se equivocó con vos? – lo ablandó.

– Mirá la cosa fue así: aquel día llegué a mi casa, dejé el auto en la puerta, entré y no cerré. La mesa estaba lista, casi al lado del portón. Yo tenía un inquilino que puso un almacén y ese medio día se había ido.

Damiani entró y me madrugó. Empezó a gritar, pidiendo la plata, como mi familia estaba en la casa, quise tranquilizarlo y, si podía, ganarle de mano. Yo tenía la pistola en la espalda y cuando me moví, fue tarde. El primer tiro me lo puso en la panza -, exhibe la cicatriz como si fuera una escarapela, que lo surca, alcancé a sacar la Beretta y le tiré, pero ya no estaba bien. Casi me lleva puesto; fue hace tres años. El tipo se perdió por un tiempo largo, pero después empezó a volver a la casa Tiene familia. Nunca nos cruzamos, pero supo, enseguida, que se equivocó -.

– Tal vez estaba “dado vuelta” -, lo animó el vasco.

– No lo creo. Pero también supo que yo era “vigi” y no le puedo dar la ventaja de que lo vuelva a intentar.

– ¿Por qué? -, fue plañidero, cándido y persuasivo, el vasco.

– Porque me avisaron los vecinos que ha vuelto a pasar por mi casa y en una de esas… repite. Yo no lo puedo “limpiar”, porque “pierdo” -, fue su explicación. Hamlet dudó algo más que “hermosa”, extraño apelativo el suyo, pero ciertos códigos de las “fronteras móviles”, son un misterio más.

– ¿Y que puedo hacer por vos? -, fue solícito Yon.

– Vos conocés gente adentro y afuera, asegurate que no le metan mano a Damiani, no me fío de ellos, y se que a vos te lo pueden garantizar.

El vasco siguió hablando en voz baja.

Mucho no me interesaba. Conocer del oscuro mundo de las cuentas impagas, no estaba en mis planes.

Pensé de qué depende una vida en ciertas ocasiones y con ciertos personajes. Lo que las mayoría ignoran, les permite dormir en paz (¿?).

Puse la copa de Malbec, como una lente y vi la luna, casi pura y asombrada.

La oración miente: no es igual aquello de “en la tierra como en el cielo”, tanta serenidad arriba, para tanta confusión abajo.

Le tomé la temperatura: justa.

Me levanté rumbo a la parrilla; la última costilla me llamaba, parecía la de Adán, por lo simbólica.

En el camino bebí el penúltimo sorbo y los dejé… para lo que hay que oír…

 

Carlos Alberto Parodíz Márquez escribe desde Alejandro Korn, Buenos Aires, Argentina. ARGENPRESS.Info

 

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