Los memoriosos…

Por Teresa Gurza

Es curioso que en esta complicada semana con la IP, la Iglesia, la gente y la CNTE, enojadas con Peña Nieto y él desdeñando al Congreso al anunciar que rendirá su IV Informe de gobierno ante 300 jóvenes, algunos integrantes de su gabinete hayan descubierto la palabra frivolidad.

Castillo la usó, para calificar el haber llevado a su pareja a los juegos de Brasil; y Meade defendió a su jefe el Presidente, aduciendo que traer ahora a colación el vergonzoso asunto de plagio de tesis, “es frivolidad”…

Y mientras los dejamos solazarse con su hallazgo, quiero hablarles de las desconocidas capacidades que tienen algunos animales, porque una notita titulada “Peces Memoriosos”, del diario El País el pasado 17 de julio, me recordó a un pececito rojo que tuve como mascota hace décadas, cuando viví en un departamento que no permitía animales mayores y que yo pensaba me reconocía, porque cuando al regresar del trabajo me asomaba a su acuario, subía rapidísimo a la superficie echando burbujitas y torciendo el lomo para que le hiciera caricias.

Alguna vez que lo platiqué, noté que me miraban como con lástima; tal vez pensando que estaba un poco chiflada por imaginar que un pececito podía recordar y reconocer, así que no volví a contarlo.

Pero fíjense que esa nota, original de la revista Scientific Reports, sostiene que los peces pueden llegar a aprender y reconocer rostros humanos y a diferenciarlos de otros, que no les resultan familiares.

Una de las autoras de esta investigación es la maestra Cait Newport, quien explicó que la iniciaron buscando averiguar, si el reconocimiento facial es una capacidad que requiere de células especializadas situadas en el neocortex humano; o si por el contrario, es una habilidad que se puede adquirir y no necesita de una estructura cerebral compleja.

Para su experimento usaron peces arquero, que pertenecen a una especie tropical caracterizada por abatir a sus presas, escupiéndolas; y asomándose al recipiente que los contenía, los científicos les enseñaron a reconocer sus caras y a escupir sobre ellas para marcarlas; y una vez que aprendieron, les mostraron junto a los que ya podían reconocer, otros 44 rostros diferentes.

Con el tiempo los peces fueron capaces de discriminar los que conocían, incluso cuando los investigadores modificaban la presentación; y gracias a esta investigación, se sabe que los peces tienen memoria; lo que ha venido a refutar el mito de que no pueden recordar algo, por más de tres segundos.

Y eso que sucedió con simples pececitos, muestra que no conocemos casi nada del fascinante universo animal que nos rodea.

Es sabido que los perros pueden regresar a sus casas, por más lejos que se les haya dejado; pero también los equinos, pueden hacerlo; como sucedió con un caballo que mi esposo Matías, le regaló a un primo que se lo llevó en el sur de Chile; a varios cientos de kilómetros de nuestra casa.

Más o menos a la semana y media Marcelo, que además de familiar era el cardiólogo de Matías, habló para contarle muy afligido que el caballo había desaparecido; seguramente robado, dijo, por abigeos que asolaban la zona.

En eso nos quedamos, cuando una tarde como tres meses después, oímos cascos trotando y relinchos felices; salimos a ver lo que pasaba y para nuestra sorpresa se trataba del caballo regalado; que regresaba flaquísimo y con las crines horribles, pero encantado de ver a Matías y de llegar a su pesebrera; donde durmió durante horas.

Y aunque sea difícil de creer, puedo afirmar que también tienen memoria los colibrís.
En Chile hay muchos y como vivíamos en el campo a 58 kilómetros al norte de Santiago, la capital chilena, y había gran variedad de flores, llegaban por decenas y nos encantaba verlos en las enredaderas que subían a la terraza de nuestra recámara.

Y antes de saber que ese líquido rojo y azucarado que los atrae, no es conveniente para ellos; y buscando contemplarlos más de cerca, colocamos bebederos en las puertas de vidrio que daban a la pieza y a ellos acudían, seis o siete pajaritos a la vez.

En una ocasión advertimos que tres de ellos, revoloteaban chocando sus picos contra la puerta y vimos que se había terminado su alimento; esa vez salimos a ponerles más, pero otras dejábamos los bebederos vacíos para comprobar si sabían que nosotros los llenábamos y para nuestra admiración, cada que se les terminaba nos tocaban en el vidrio.

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