Máximos históricos

Vórtice o remolino de viento. Depositphotos

Por Alfonso Villalva P.

Estoy seguro que Usted, querido lector, no ha podido dejar pasar desapercibido el hecho singular del manejo de vocablos de gran acuñación artística que caracteriza a los comentaristas del clima.

En efecto, ellos como cualquier mortal pueden aprender lo que es un vórtice, la diferencia entre una tormenta tropical y un fenómeno meteorológico de baja presión y las características científicas que me sirven a mí, a Usted, a calcular con absoluta seriedad, ceño fruncido y look de hipster o intelectual retro, si un huracán es de nivel uno o dos.

Los vocablos le dan un toque de seriedad, vaya, de solvencia técnica, al negocio de presentarse dosificada por sus productores que los explotan y los exhiben en la pantalla del televisor en cualquier latitud y longitud del planeta, y arrojar datos de temperaturas máximas y mínimas en ciudades y pueblos insospechados, así como en las grandes capitales de cualquier hemisferio con un enfoque cordial que invita a hacer negocios allí o al menos tirarse una vacación, sobre todo cuando anuncian temperaturas constantes entre los veinticinco y los treinta grados Celsius, y Usted está que blasfema del frío por una granizada, una nevada, o una tanda interminable de chipi chipi, o moja bobos, como le llaman en otros sitios.

Sí, lector mío, todo está meticulosamente planeado y calculado para el zarpazo letal que descarga inclemente una vez que Usted y yo aflojamos un poco merced a la amabilidad que dispensan los comentaristas del clima con su sonrisa irresistible.

-Hemos rebasado los máximos históricos-, dicen ellos con una seriedad absolutamente profesional, tratándose de la precipitación pluvial en Riga o Bath, las nevadas en Washington, DC o en Chicago, el blizzard en Montreal, así como el horno en que se convierte Madrid en los veranos, Buenos Aires o Mérida, Yucatán, o Bora Bora, que da igual.

Sí, mi señor, verá Usted, los máximos históricos rebasados son conceptos que ya se llevan en el alma en esta era de la post modernidad. Un efecto al que estamos inexorablemente condenados y del que lo único que queda por hacer es imponerse de su omnipresencia en la aldea global.

Y es inevitable, porque no hay humanidad que aguante, que tenga la elección libre y soberana, de vivir sin nylon en la ropa, sin envases de pet en el frigorífico, sin motores a gasolina estáticos en el tráfico de las calles y avenidas, sin muebles de maderas preciosas, aunque hagan lucir el Amazonas, o las montañas de Chiapas, como desiertos de la tierra de Marte o del Altar.

De ninguna manera, podemos prescindir de esta conciencia que produce palpitaciones arrítmicas, pues evidentemente seguiremos rebasando los máximos históricos hasta que nos quede claro que somos los verdaderos, los excepcionales, los máximos e históricos imbéciles culpables de haber desquiciado al planeta por encima de cualquier predicción mínima y razonable, para permitirle a los comentaristas del clima aspirar a los cinco minutos que producen su máximo histórico de fama y que representa en esa pantalla chica, ante nuestras narices, nuestra más triste e inmunda desolación ante el deterioro de la proverbial madre tierra.

 

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