Mediterráneo

Bizerte, costa del Mediterráneo. Foto: Yanko Farias

Por El Lector Americano

Túnez, 16 de agosto, 2022.- Joan Manuel Serrat siempre estuvo presente en mi vida desde que tengo conciencia. Mediterráneo, el disco, editado en el ‘72 o ‘73, cuando yo tenía unos siete u ocho años, sonaba mucho en mi casa, especialmente por mi viejo, que gustaba mucho de la poesía española. Como también un disco anterior de Serrat, que traía el tema “Manuel”, canción muy alusiva a la vida del español pobre y sometido de los años del franquismo, o de antes incluso.

Pero el disco Mediterráneo es otra cosa. Porque siempre me tocó de cerca, con esas características rítmicas impresionantes, su letra increíble, descriptiva, sensible; la canción que, en caso de haber sido cantautor, hubiera querido escribir alguna vez.

No puedo decir que a los 8 años yo entendía la canción como la entiendo ahora, pero sí sentía que era una canción distinta. No sé, pero ya un poco adolescente, me gustaba más Serrat que la música pop comercial venida desde España y que se escuchaban en las radios, esa música cuasi infantil que tocaban, y bailaban jóvenes en un programa de TV llamado Música Libre. Lo cierto es que en mi casa se vivía la música muy intensamente, mi viejo era muy melómano: escuchaba tango, los grupos vocales, óperas –mi primera inspiración–, y mi madre folclor y música latinoamericana, y en ese ambiente yo me daba cuenta de que Serrat era distinto, de que no era lo mismo que “Soy rebelde” de Jeanette. Y supongo también que habré visto las reacciones de los adultos, porque Serrat irrumpió por acá, en Latinoamérica, en los ‘70 con Cantares, ese increíble homenaje a Antonio Machado; él sacó de viaje a la literatura universal algo que acá casi no pasaba; un muchacho que cantaba con camisetas negras, que aquí te lo vendían como si fuera Raphael, o Camilo Sesto, pero él era otra cosa; el tipo cantaba “todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar”. Era una energía distinta, una postura ideológica fuerte, bien lejos de la tontería auspiciada por jabón Lux.

Poco tiempo después, a los 15 años, yo ya estaba medio cruzado con Víctor Jara, Silvio Rodríguez, León Gieco, Suis Generis, pero además con el folk (el Canto Nuevo, incluso el norteamericano, que me gustaban mucho), y estaba este joven catalán que hacía verdaderas declaraciones de ruptura con la tradición, como “¿qué va a ser de ti lejos de casa?”. Y este disco –Mediterráneo– contenía también canciones como “La mujer que yo quiero”, “Aquellas pequeñas cosas”, “Lucía”, “Tío Alberto”, o “Vagabundear”, que es otro tema en tres tiempos, como si la hubiera hecho balanceándose en el mar.
Pero “Mediterráneo” es una y otra vez la magna canción. Cuando Serrat canta “A tus atardeceres rojos/ se acostumbraron mis ojos/ como el recodo al camino…/ Soy cantor, soy embustero, / me gusta el juego y el vino,/ Tengo alma de marinero…”, está haciendo una declaración de principios y una descripción de la contemplación del tipo frente a un fenómeno tan fuerte como es el mar, como es el Mediterráneo para los europeos: una aventura. Porque Mediterráneo fue el Marenostrum durante miles de años, fue el mar del mundo hasta que el mundo se abrió, hasta que a alguien se le ocurrió salir y se atrevió a atravesar el estrecho de Gibraltar. Y hoy, que vivo en Túnez, y metí las patas en el Mediterráneo, sentí que había cumplido una deuda casi universal conmigo mismo. Digo esto porque el Mediterráneo es más que el mar Mediterráneo: es el mar de cualquiera, o el Mar Caribe, o el Atlántico, o el Océano Pacífico frente a Valparaíso, eso sí algo más frío y bravío, que representa mi fuga mental. Oye, los que anhelamos el mar (nací a 108 kilómetros del mar) sabemos lo que representa: el mar es una posibilidad, porque siempre puede ser la llegada de alguien, o la huida de otro. Nosotros los latinoamericanos –por el mestizaje– también tenemos genes de gentes venidas desde el Mediterráneo: los miles, y cientos de españoles que llegaron a hacerse la América, y ahora sé que eran, o muchos, o totalmente todos andaluces (aquí en Túnez las caras me resultan súper familiares: morenos, menos morenos, caras de cuchillo, rubios de pelo duro… mulatos sabrosones, mujeres café roñas, como la gente que puedes ver en Puerto Rico, Argentina o Chile), que llegaron en un barco para, en casi todos los casos, nunca más volver a España. Y los tipos no conocían nada y para cuando cruzaron el océano nunca había visto tanta agua junta, y tanta esperanza, y tanta nostalgia y miedo. Porque el mar es todo eso, y también la contemplación, o como dice un amigo pescador, el mar es un animal, ese lugar donde, desde la quietud, en cualquier momento puede pasar cualquier cosa. Es el alimento, y es la navegación, y la posibilidad de lo sobrenatural.

Portada del disco en acetato de los años 70. Foto: perroantonio.com

El mar está siempre presente en mi. Y aunque a veces aquí en Túnez hay que salir a buscarlo: la ciudad tiene muchos recovecos para llegar a la costa, más allá de los lugares turísticos, y hay que hacer unos kilómetros, como a Bizerte por ejemplo, donde lo ves pero no se deja tocar. Y estando allí, le hablo, pero él no me habla, él sólo entiende tunecino, pero yo igual le hago monólogos porque tiene una presencia ineludible. Y este Mar Mediterráneo está en el origen –definitivamente en el origen de mi vida errante–, y me gusta darme cuenta que ha estado musicalmente a lo largo de toda mi vida.

Por eso me gusta hablar de Serrat y el Mediterráneo, porque si toda obra es abierta (eso lo dijo Umberto Eco, qué duda cabe), la de un cantante popular lo es en extremo. ¿Cómo escuchar sólo sonido allí donde hay identificaciones, un artista querido, un pacto autobiográfico? Donde cada canción supone una confesión o una declaración, y es en ese territorio donde la frontera entre el autor y su público se borra. Es decir, ¿cómo escuchar a Serrat sin saber quién es Serrat, cuál es su historia y, tal vez lo más importante, la historia que con él hemos compartido, en secreto, en nuestro leitmotiv crepuscular?

Mediterráneo y Joan Manuel Serrat, también funciona como un manual para adentrarse en la España desesperada, un poco rural, atravesada por un pasado espeso del final del franquismo y, para mi, que hoy vivo frente al mediterráneo me regresa a ese universo con el inocultable gesto de quien cierra un círculo. O esa sensación de estar de vuelta al mundo mítico de los viajeros, imprescindible para quienes sienten el mar como parte de sus vidas, incomprensible para los que se han quedado en tierra firme. O a veces en el tránsito de casa en casa, de hogares a exilios sin fin. O como epílogo de los que vendrán por el Mediterráneo haciendo vida.

 

 

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