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Por El lector Americano
Virginia, 8 de marzo de 2024.- Este texto lo escribí hace más de diez años, y hoy por ser el Día de las Mujeres lo quiero extender. La vida, y las mujeres cambian, y se extienden aún más.
Desde mi madre, mis hermanas, y algunas amigas, pasando por mi esposa, y mi hijita, siempre he pensado que las mujeres ven distinto. Ven el mundo de forma vertiginosa, oblicua, como si hubiera un secreto enorme de algo que yo —los hombres— no alcanzaremos jamás. Como si los ojos de ellas, las mujeres —que es también mi sueño— se forjara en el día a día, de empezar de nuevo todos los días de sus vidas.
¿Cuantas mujeres así conocí durante todos los instantes de mi vida?
Muchas y pocas. Porque para tener alguna certeza de esto, debes saber, indefectiblemente, que las mujeres, más que los hombres, siempre arrastraban un sueño roto, y salen todos los días a esperar que ese destino cambie, para que vuelva algo de ese príncipe azul que buscan entre los hombres. Por eso es que veces es aconsejable conocer mujeres extranjeras, pues ahí comprendes que el elemento humano no se fija ni en acentos ni pasaportes ni cultura; sino que es… y que al final es dable destacar que ellas se defenderán a puño cerrado cuando un hombre quiera descubrir sus secretos.

Por eso es que las mujeres son madres, que pasan a cuidar a hombres que luego serán parte de ese circulo de vida que se llama constitución familiar, y que no es otra cosa que formar vida con hombres que esperan le sean fieles como perros aburridos.
Pero las mujeres son eso y más. Son personas que argumentan los más increíbles y delirantes discursos cuando se enamoran de un hombre que saben que no las hará felices. Porque ellas siempre quieren cambiar al hombre que -como sabemos- generalmente pasan a ser hijos de ellas.
No sé qué les pasa a ellas cuando ese futuro deseado se acaba, que por naturaleza, absortas tienen esperanzas que algo se les revele.
Por lecturas y en directo he conocido mujeres valientes: Evita, Gabriela, Maria Luisa, las hermanas Mirabal, Violeta, Gladys, Tania, las madres eternas en Palestina…
Y también conocí mujeres aburridas —¿por culpa de los hombres quizás?— que han dejado un desaliento pesado como el acero en las mujeres que criaron. También conocí mujeres de seda, mujeres hermosas hasta el hartazgo y muchas etéreas.
También supe encontrarme con mujeres hombres, que no les gustaba ser mujeres.
Mujeres que ordenan la vida y los sentimientos de los otros, siempre, y nunca paran.
Mujeres, como las canciones de Silvio, que nunca se quejaron y que siempre amaron a pesar de todo.
Y una mujer que me ayudó a armar un relato. Como mi amiga Melania, que cuando nos reuníamos con otros, sus conversaciones eran dilatorias, agitadas y difusas. Nunca era capaz de concentrarse en nada. Que durante periodos tenía esa forma de escuchar como para volver loco a cualquiera. Siempre, justo cuando uno de los que estábamos con ella habíamos llegado a la parte más interesante de una historia, ella recordaba de repente algo, y tenía que comunicarlo al instante. Daba lo mismo que estuviéramos hablando de la hambruna en Etiopía, o de los aportes de Lacan al psicoanálisis o los goles de los hermanos Higuaín en el fútbol argentino: sus cosas siempre eran importante contarlas, por más remotas que fueran, como los secretos del “H enna” para el cabello, pues podía establecer conexiones tan estrafalarias con eso, y todo lo demás. Tampoco era de esas mujeres que tiene algo que decir, y después te dejan ir. No. Ella era capaz de volver a recuperar el hilo de una conversación e intentar llegar a la costa directamente opuesta, e incluso luchando contra una cascada en contra tuya. Siempre tenías que tener en cuenta la deriva en que te dejaba. Uno se acostumbraba un poco a esa forma de conversación, extraña y a contrapelo. Sin embargo, cuando ella se alejaba sentías que una vibración vital te había abandonado y, a su vez, te había dejado en libertad para morirte como un Samurai solterón.
O Melania, con su ojo fotográfico, y su manera suave de cómo tocaba las cosas, y las dejaba en la mesa de la nostalgia, sorprendía. ¿Y su memoria? Era inagotable, lo mismo que su tiempo, lugar, ritmo, ambiente y la magnitud de la temperatura, junto a su charla discordante y divertida. Pues bien, todo esto confirmaba el carácter sinuoso como el de las antiguas matriarcas que cuidaban al clan de los hombres prehispánicos. De cómo esa visión femenina lograba fundamentar el color de la verdad, y que muchas veces al escucharla tenías la impresión de estar realmente en compañía de la Madre Tierra.

Solo una vez la encontré desalmada: Melania estaba durmiendo la siesta. Hacía calor. No eran épocas de aires acondicionados. La recuerdo vívidamente. Durmiendo bajo el calor abrasador una siesta de verano. Las cortinas de su habitación eran color rojas. La vi a Melania, durmiendo, a pata estirada, y la boca abierta y húmeda de baba. Y fue como si hubiese visto a miles de mujeres, que bajo el sonido hipnótico de un ventilador y un calor insoportable, encuentran en ese momento de siesta, quizá, el único escape a una vida que parece no tenerlo. A lo mejor esta postal no tiene importancia pero me acompaña hasta el día de hoy con una fuerza que aún me sorprende. ¿Por qué?… No sé del todo. Pienso en el eterno delirio que tenemos los hombres en querer cambiar nuestro destino. En la decisión de sólo dedicarse a salir adelante. Como cuando eres joven y solo aspiras a ser adulto. Pero sin embargo te llenas de actividades. Así que calculando rápido, digamos, de una semana de 168 horas, yo ocupaba 56 en dormir, 8 en asearme, 14 en comer, 12 en viajar y 9 en tomar clases. Síntesis: 99 horas empleadas, 69 en absoluto desuso. Momentos raros, duros, de despertarse y no saber muy bien para qué. En esa época pensé mucho en mi amiga Melania. De qué razones encontraría ella para despertarse cada día. Y aún cuando era muy hermosa, y sobrellevaba una vida medianamente normal, aún cuando pasó la dictadura, el exilio, las crisis económicas, y un amor desesperado… Pues bien, la imagen de Melania y el ventilador de techo moviendo sin sentido, me vuelve una y otra vez a mi memoria. Y pasaron los años. Hoy 2024.
La historia de Melania pasó a ser colectiva, pues hoy sería la historia de una señora de clase media caída en desgracias económicas. Viviendo el statu quo en Estados Unidos, México, Mozambique, Túnez, Argentina o Chile, los países en donde viví. Llevando encima esa vulnerabilidad absoluta de cierta generación de mujeres que han vivido sin poder desarrollar el verdadero potencial que tienen, víctimas, sin duda, de un sistema patriarcal que no entiende de retribuciones ante el gesto amoroso de ellas. Un relato que me empuja a decirle a todas las Melanias que conocí que las quiero, que va a estar todo bien. A raíz de esa imagen, de Melania durmiendo bajo el ventilador en una tarde amarilla de mucho calor, escribí toda una historia que excede esta nota. Se llama “Ella”, y es un homenaje a todas las mujeres de mi vida que tanto amor me han dado y que cada año el calendario bizarro les dedica un día de marzo.
Les deseo a todas ellas, con el mayor de los amores, que encuentren la forma de hacerle una linda ola al mundo, y sigan durmiendo la siesta sin pensar en nada, y a pata suelta.