Obama: la hora del veredicto

Jorge A. Bañales, en Washington

El primer presidente mulato de Estados Unidos, que timoneó al país afuera de la recesión más profunda y prolongada en casi ocho décadas, logró la reelección para un segundo mandato.

Buena gestión, insatisfactoria 

Nadie se acuerda del desastre que se evitó tal como nadie se asusta de lo que no ocurrió. Barack Obama tuvo la buena fortuna de que cuando él llegó a la Casa Blanca en enero de 2009, el abismo financiero ante el cual Estados Unidos se tambaleó había sido responsabilidad plena del gobierno anterior, y la masiva intervención gubernamental que lo evitó se había iniciado con el presidente George W. Bush.

Obama tuvo la mala fortuna de que a él le tocó gobernar desde que la economía perdía más de 700.000 empleos por mes, el fisco seguía pagando por dos guerras largas y no financiadas, y la industria del automóvil encaraba una bancarrota.

Muchas de las promesas que produjeron en 2008 la coalición de votantes jóvenes, demócratas, independientes, mayoría de mujeres y de hispanos, todos los negros menos cuatro, y los sindicatos quedaron, inevitablemente por el camino: Obama debió gestionar el retorno a la salud económica y gastó su capital político en una reforma sin precedentes de lo que en EE.UU. pasa por “sistema de la salud”.

Cuatro años después la cuestión crucial, simplona, básica en la elección fue la misma que podría plantearse en cualquier país: ¿estamos ahora peor o mejor que hace cuatro años?

Y ése fue el punto más débil del esfuerzo de Obama por ser reelegido. Hace cuatro años la mayoría de los estadounidenses todavía no percibía la gravedad del colapso hacia el cual se dirigía su país. Es cierto que se publicaban las noticias sobre quiebras bancarias, iliquidez del sistema, pero en la vida cotidiana la gente tenía sus empleos, la situación lucía normal.

Para quienes sí estaban informados entonces, es obvio que el país está ahora mejor que hace cuatro años: ha habido cuarenta meses de crecimiento, lento pero sostenido, de la actividad económica; el país ha tenido ganancias netas de empleo durante cuarenta meses, el sector inmobiliario empieza a revitalizarse, EE.UU. puso fin a su campaña militar en Iraq y se encamina a la retirada de Afganistán. La industria del automóvil se salvó gracias a la intervención gubernamental.

Pero ha aumentado el índice de pobreza, hay casi 23 millones de personas que están desempleadas, sub empleadas o que simplemente han abandonado la búsqueda

de empleo ante la realidad de los sueldos miserables y la ausencia de vacaciones pagadas o seguro médico. Esto es lo que ve la mayoría de la ciudadanía, no la percepción ilustrada de quienes siguen las noticias de la economía a diario.

Atascamiento político

 Desde que Obama ganó la elección hace cuatro años los dirigentes del Partido Republicano declararon, explícitamente, que su meta para el futuro era impedir que Obama gobernara y, por supuesto, impedir su reelección.

Quizá el error estratégico mayor de Obama fue que, una vez ganada la elección, desmovilizó a la coalición que le llevó a la victoria y buscó una, diez, cien veces la conciliación con un Partido Republicano cada vez más copado por la derecha cerril, resuelta a derrotarlo.

Así no ha habido, siquiera, acuerdo sobre un presupuesto federal por dos años, el Congreso -especialmente después que en 2010 los republicanos ganaron la mayoría en la Cámara de Representantes- se ha dedicado más a poner cortapisas a cualquier iniciativa del gobierno de Obama, que a ser socio del sistema de gobierno como se supone que debería serlo.

El resultado ha sido un atascamiento del sistema político que disgusta a la mayoría de la ciudadanía. El prestigio del Congreso está en los niveles más bajos de su historia y el Partido Republicano eligió este año como su candidato a un ex gobernador de Massachusetts, Mitt Romney, que más se caracterizó por las piruetas que por las posturas en numerosos asuntos de economía, sociedad, y política nacional e internacional.

Las encuestas mostraron que Obama y Romney estaban virtualmente empatados en las preferencias de los votantes, y quizá el hecho de que unos 50 millones de ciudadanos emitieron su voto de forma anticipada significó que la elección ya estuviera decidida, al margen de lo que hicieran las respectivas campañas.

Si el resultado del martes hubiera negado a Obama la reelección, ese resultado hubiera sido más una derrota del demócrata que una victoria del republicano, un multimillonario que hizo fortuna liquidando empresas y ahora protesta por «el traslado de empleos a China», un ex gobernador que defendió la legalidad del aborto pero ahora la repudia, que hubiese preferido dejar que la General Motors fuera a la bancarrota pero ahora se queja porque el empleo no crece al ritmo que a él se le antoja, y un ricachón que opina que en la enseñanza no hace mucha diferencia que haya pocos y bien atendidos, o muchos y menos atendidos estudiantes en las aulas escolares.

 

Los militantes

Un aspecto peculiar de este ciclo electoral es que, mientras la derecha logró convertirse en movimiento popular desde las bases con el Tea Party, la izquierda se desbandó en 2009 y reapareció tarde en 2011 con el rostro anárquico y a-político de Ocupación de Wall Street. Occupy Wall Street, y sus réplicas que en algún momento llenaron las calles en cientos de ciudades optó por la deliberación interminable,

el consenso, la alergia a los liderazgos y la virginidad política.

El Tea Party ha sido una mezcolanza de racismo, temor de clase media blanca al aumento numérico de las minorías, conservadurismo religioso, individualismo antigubernamental y patrioterismo en la cual el catalizador fue la llegada a la Casa Blanca de un mulato. Así nomás.

Es cierto que dentro del Tea Party hay posiciones muy variadas sobre variados temas -por ejemplo, muchos «libertarios» aceptan que el aborto es, en definitiva, un asunto sobre el cual debe decidir cada mujer sin interferencia del gobierno- pero el empuje del Tea Party ha arrastrado al Partido Republicano a posiciones derechistas que hubiesen sido inaceptables para próceres republicanos como Ronald Reagan.

En cambio Obama jugó quitando de la cancha todo su ala izquierda, desde los zagueros a los mediocampistas y los punteros. En su esfuerzo por ganar el centro, y su necesidad de evitar que se le percibiera como «el negro revanchista», Obama dejó afuera a grupos que le hubieran fortalecido y que ahora, probablemente, no se sientan entusiasmados por votarlo.

Entre esos sectores se cuentan los sindicatos, a quienes Obama les prometió en 2008 que apoyaría una legislación que hiciera más fácil la organización gremial -labor que en EE.UU. es engorrosa y arriesgada en muchos casos. Pero cuando la derecha arremetió contra los sindicatos, Obama se mantuvo callado.

Se cuentan los hispanos, la minoría más numerosa y de crecimiento más rápido en EE.UU., a quien Obama les prometió que iniciaría una reforma del sistema de inmigración y buscaría resolver la situación de más de 12 millones de indocumentados. En la batalla política de 2009 por la reforma del sistema de salud, no hubo proyecto de ley sobre inmigración, y para 2010 los demócratas perdieron la mayoría en la cámara baja. El gobierno de Obama ha batido récords año tras año por el número de deportaciones.

Se cuentan los negros que esperaban políticas que mejoraran la educación y el empleo de la minoría que sigue siendo casi la más vapuleada de EE.UU. -posiblemente sólo los indígenas están más abajo en la preocupación nacional. Pero continúa el elevado índice de desempleo entre los negros, la elevada tasa de encarcelamiento de los jóvenes negros, la «guerra contra las drogas», que penaliza más a las minorías.

Se cuentan los ambientalistas, que mucho escucharon en 2008 acerca del cambio climático y la energía renovable. En algo Obama ha hecho lo mismo que ahora hace Romney: el cambio climático no se menciona. En EE.UU. la mayoría de la ciudadanía y de sus dirigentes políticos (que se supone deberían estar un poco informados) no cree que el cambio climático sea real. Apenas una minoría «ilustrada» considera que si tal cambio ocurre -como lo indican los científicos del resto del mundo- en manera alguna es lo causa o lo agrava la actividad humana.

Hay dos grupos sociales que tuvieron razones para seguir apoyando con entusiasmo a Obama.

Los homosexuales, que tuvieron que esperar hasta el año pasado para que Obama y el Congreso aprobaran una ley que permite la presencia abierta y declarada de homosexuales en las Fuerzas Armadas. Los homosexuales en unos pocos Estados han logrado que se aprueben leyes que establecen el casamiento de parejas del mismo sexo, o las reconoce como «uniones civiles». Pero, en la lista de prioridades y por razones lógicas, Obama no ha puesto el asunto en su primera bandeja de opciones.

Las encuestas mostraron, de manera sostenida, que la mayoría de las mujeres apoya a Obama, y el respaldo se consolidó por las posiciones de Romney y de miembros de su partido en asuntos como la salud reproductiva, el aborto y los anticonceptivos.

Romney repitió que, si hubiera llegado a ser presidente, hubiera buscado la ilegalización del aborto -con excepción por los casos de incesto, violación o «cuando esté en peligro la vida de la madre- y que hubiera puesto fin al subsidio gubernamental a la mayor organización sin fines de lucro que provee mamografías, exámenes ginecológicos, educación sexual, anticonceptivos y abortos en Estados Unidos.

Algunos portavoces republicanos han ayudado a consolidar la imagen de un partido «en guerra con las mujeres». Un candidato a senador afirmó que, en caso de violación, el cuerpo de la mujer «tiene formas de evitar el embarazo» por lo cual en casos de «verdadera violación» no hay embarazo. Lo de «verdadera violación» es una referencia a la opinión de que algunas mujeres mienten o dicen que han sido violadas para obtener un aborto. Otro sostuvo que si como consecuencia de una violación la mujer queda embarazada «ésa es la voluntad de Dios», y por lo tanto no debería haber un aborto.

Pero la proporción de mujeres que simpatiza con Obama es menor que la proporción de hombres, y especialmente blancos, que repudian a Obama y sea como sea están dispuestos a votar por Romney o cualquiera que saque a Obama de la Casa Blanca.

La elección presidencial de este año la decidirán, muy probablemente, quienes opten por quedarse en su casa.

Si se pregunta a los potenciales votantes de Romney el por qué de sus preferencias, se obtienen pocos elogios para el candidato republicano y una ristra de denuestos contra Obama. La derecha no se ha distraído de su misión única: sacar a Obama de la Casa Blanca.

Si se pregunta a los potenciales votantes demócratas el por qué de sus preferencias, se obtiene una lista de decepciones con Obama. La izquierda se ha olvidado de lo penosa que puede ser la reacción conservadora.

En el centro, donde reside la mayoría de los votantes, nadie se acuerda del desastre que se evitó.

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