Soplando en el viento

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Por El Lector Americano

Virginia, 4 de abril de 2024.- Omar Sharif salió caminando de su reposera en un descanso de la filmación del Cabildo de Buenos Aires, y se fue a fumar afuera, aun cuando estaba un poco frío. Era el invierno de 1991. Entonces el joven estudiante de cine algo perdido, al verlo pasar tuvo curiosidad de ese personaje, pues se parecía un montón al Doctor Zhivago, y al cabo de presentarse le pidió aclarar sobre su confusión, y sí, él personaje era Omar Sharif. Entonces el joven le contó que escribía reseñas de películas (de hecho, había sido uno de las mejores alumnos en el taller de crítica cinematográfica), pero ahora que tenía a una leyenda del cine frente a él, le parecía casi legítimo sacarle algunos detalles sobre el Doctor Zhivago, para más adelante emprender la tarea de escribir una reseña desde otro ángulo, a través de su protagonista. Y le comentó que él sabía, porque se lo había dicho un gran crítico de cine, que una buena película debía tener un buen relato y el tono, y con eso se daba la totalidad de una narración inolvidable. Omar Sharif, lo escucho con atención, se sonrió de buenas ganas, y le dio entonces tres consejos al estudiante de cine:

Uno. Que pensara en el argumento de una historia como si fueran ocho episodios y trabajara cada uno como si fuera un cuento conectado al otro, manteniendo siempre la idea de la obra de fondo, porque de esa manera todo iría articulándose solo.

Dos. Que escribiera, escribiera, escribiera hasta tener por lo menos cincuenta páginas, porque a ese material ya podría corregirlo y de ese modo no iba a tirarlo a la basura.

Tres. Que se creyera la historia aunque pareciera tirada de los pelos; “Si no, no vas a ir a ningún lado. Y si no te lo crees, miéntete. Miéntete todo lo que puedas. Tienes que creer que lo que está haciendo es importante y eso está muy bien”, concluyó sonriente Sharif.

Y fue importante. Y estuvo muy bien. Con esos consejos de tahúr internacional, el joven estudiante de cine ganó, a fines de enero de 1992, el Premio Méliès, que da El Instituto Francés de Cultura. El guion fue editado, y a fines del 1994 había ganado, con su guion y los cuentos, El campo está tranquilo, el premio del Fondo de las Artes.

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Nacido en Pichilemu el 2 de febrero de 1965, Néstor Gallo, estudiante de cine, obtuvo en 1994 el título de Realizador de Cine en El Centro de Realizaciones Cinematográficas, ENERC, pero además de guionista era, por sobre todas las cosas, un narrador nato. La escritura era su modo natural de expresión, y le sobraba imaginación para plasmarlo en un universo de narraciones nutridas con la complejidad de lo insípido, lo inexplicable, la soledad y los secretos oscuros de su tía Pepa, a lo cual siempre le añadía un ácido e irreverente sentido del humor del que, por supuesto, no estaba exento ni él mismo.

Fueron los sujetos arquetípicos —personajes salidos de la realidad que por ser deductivos y cíclicos merecen definiciones pintorescas—, las que a principios de 2000 volvieron a él desde la lejana infancia, y poco a poco se reescribieron como mundos paralelos para decantarse en historias seguidas unas de otras.

Finalmente una historia extraña que entremezclaría la orilla de un lago, el Segundo Peronismo, y los años ‘70 en Latinoamérica, que daría forma al relato, La historia de Tania Millán. La totalidad del libro se tituló Silencio Mortal, y ganó el Premio Cul-de-Sac en 2003. Pero otros —o los mismos— personajes acechaban, y dieron cuenta de su desesperada vida, cuando Néstor Gallo, a los 40 años, se encerró en un convento Trapista el 14 de septiembre de 2005.

A diecinueve años de su auto encierro, han quedado cuentas pendientes con él, pero sobre todo los lectores que conocen su obra, e incluso los que no han podido leer todavía lo ya publicado (dos novelas y el libro de cuentos Silencio Mortal, que ganó el Premio Cul-de-sac en 2003).

Serían bienvenidas nuevas ediciones de los mismos y la publicación de un libro de cuentos que, según testigos, permanece inédito. Para así volver a revivir al moribundo, que nada de noche en una piscina municipal, para enmascarar su propia muerte para aliviar el dolor de su temperamento imaginario; o el mito hindú que tal vez inspiró a Edgar Allan Poe en el cuento El Cuervo; o la extraordinaria fila de gente en un cine para ver una película improbable que Borís Pasternak no quiso ver antes de escribir Doctor Zhivago; o la inteligente y moral defensa de un obrero de la construcción contra su capataz de obra, desvirtuado por un infortunado hecho pedestre, que no es otra cosa que la premonición de su propia muerte desplazada de forma conmovedora en, “El Pudor del Tímido”.

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Y claro, todos merecemos leer estos textos, porque, por sobre todas las cosas, en estas historias el verdadero sentido está dado por la invariable consecuencia, a través de historias mínimas que allí subyacen, en lo revelador en la totalidad del texto. Y no es otra cosa que literatura, y no menos que eso la vida.

Como bien le dijo Omar Sharif a ese joven estudiante de cine en un frío invierno de 1991, cuando frío y hambre apretaban de igual a igual. Como en el viejo Moscú del Doctor Yuri Zhivago, la película que dirigió y estrenó David Lean en 1965, en el mismo año en que nació el estudiante de cine. Que cuando escampe siempre vendrá la esperanza.

Pero mientras tanto, como dijo Borges: “¿para qué conformarse con ser persona cuando se puede ser personaje?”.

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