Vista al Zócalo

Por Alfonso Villalva P.

Miguel apretó con la mano derecha su cheque. Como todas las quincenas, él sentía gusto especial por sostener el documento de pago con firmeza, con orgullo, y sobre todo con ilusión.

Ese día comería con Nora. Le había conocido un par de semanas atrás, pero había algo en ella que le había impresionado profundamente, le había arrancado la tranquilidad. No sabía si eran sus ojos negros, duros, penetrantes, sensuales, los que le habían cortado desde la primera tarde la respiración.

Todo fue tan repentino, la encontró furiosa gritándole a un taxista que la bajó del auto después de haberle insinuado algunas perversidades respecto de sus rodillas y sus muslos; después de haber circulado por más de media hora en el tráfico del eje central con el espejo dirigido a los espacios que concedía su falda mini.

Miguel se aproximó esa misma tarde y, sin mayores averiguaciones, le mentó la madre al taxista, la tomó del codo y le preguntó si le podría servir en algo más. Ella le miró fijamente, con los ojos aún inundados de lágrimas por su molestia, y simplemente le dijo gracias, colega, no hay nada más que puedas hacer por mí, la mentada bastó. Después vino el intercambio de teléfonos por si alguna cosa se ofrecía, y toda la parafernalia de amabilidades y bienaventuranzas propias de las circunstancias.

Los días pasaban y sus insomnios se llenaban cada vez más de los ojos de Nora. Miguel desarrolló ojeras, y hablaba cada día menos. Diariamente, al salir del trabajo, pasaba por la calle del incidente, con la esperanza de encontrarla de nuevo, pero sin el valor de telefonear, de decir hola muy buenas, ojos negros te veo, y provocar el siguiente encuentro. Miguel no atinaba en decidir si era magnetismo real de esa mujer inesperada, o la maldita soledad que le generaba hambre vieja de afectos, de cariños.

Fue hasta el día de la quincena, la víspera de la fiesta patriotera del Grito, en que, saliendo de la pagaduría, a Miguel le pasaron una llamada por la línea tres del viejo conmutador de la oficina de gobierno. Al escuchar la voz por el auricular, el corazón de Miguel latió con tanta fuerza que temió se le saliera del pecho, rebotando por toda la oficina sin control.

¿Nora?, preguntó nervioso recriminándose en seguida la estupidez de la pregunta. Nervioso como adolescente, escuchó la voz de Nora que, apresurada y eficiente, le explicaba que deseaba comer con él, y sin haber escuchado su respuesta, le daba indicaciones para la cita. Era en el Salón Victoria, a las tres en punto. Ella llegaría antes para apartar lugar.

Desde que colgó el teléfono, Miguel comenzó a soñar, a flotar por los senderos de su imaginación, a sentirse acompañado nuevamente por Acuña y por Nervo, a quienes había olvidado y empolvado desde el sádico y aún doloroso divorcio. Finalmente, obtuvo autorización del jefe para salir media hora antes del trabajo, con tal de pasar al banco a cobrar su cheque antes de la cita.

Apretando fuerte el cheque entró a la sucursal, hizo las gestiones del caso, y salió presuroso, se hacía tarde, faltaban solamente cinco minutos para las tres. Miró ambos lados y con destreza cruzó la calle de López, confundiéndose entre la gente que se arremolinaba en el crucero, mujeres que caminaban cargadas y con determinación, hombres de traje que curioseaban en las tiendas de iluminación, los clientes del puesto de tacos que despedía un olor familiar y tentador, vendedores de fayuca y de banderitas y artículos patrioteros, que con parsimonia esperaban que transcurriera su destino sobre una banqueta comprada al comandante de seguridad pública de la improbable Ciudad de México.

Finalmente llegó al Salón Victoria, levantó la mirada y de golpe la vio en una de las primeras mesas del pasillo, sus ojos -los de ella- eran acaso más encantadores que antes, y por lo que pudo captar con el rabillo del ojo bajo el mantel de la mesa, el taxista había tenido buenos motivos para fisgonear.

La comida transcurrió deliciosamente, al ritmo que marcaron las dos botellas de Márquez del Riscal que consumieron hasta el final. Al cabo de los postres, la conversación tomó un rumbo personal, quizá hasta sensual, que los llevó a la terraza del antiguo Centro Mercantil para admirar la bandera, la Catedral, el Sagrario Metropolitano y el Palacio Nacional iluminados con las luces de la fiesta nacional- ¡Qué esplendor de plaza!-

Entrelazaron sus manos y Miguel se electrizó con la tersura de una palma que irradiaba emoción. Miguel no pudo más, y se abandonó en un abrazo, en una entrega al terciopelo tibio de una piel tan blanca como la leche que le daba la bienvenida y le prometía, ya sin palabras, curar todas las heridas, olvidar todo el pasado; que le obligaba a suplicarle al amanecer que, por una maldita vez, no se presentara.

Después, ya cuando su aliento se confundió, cuando su piel se fundió en un crisol de pasión y magia, cuando el sudor secó, cuando por fin escampó, Miguel tomó un cigarrillo con filtro, inhaló profundamente, y desde la ventana de un hotel con vista al Zócalo, hizo una mueca que pretendió ser una sonrisa de complicidad a su Lábaro Patrio, una mueca que describía lo que para él, en los hechos y la vida cotidiana, representaba la cuarta transformación.

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