Bikini, en días de guardar

Por Alfonso Villalva P.
¡No te cuelgues del alambre! —dijo Mónica, más bien molesta— las relaciones sexuales no son patente de amor ni de intenciones a largo plazo. Estuvo rico, es cierto, pero no hay nada más, ni cenas, ni caminatas por el malecón, agregó, mientras caminaba sensualmente al balcón que daba a la playa para recoger su bikini.
Francamente le parecía excesivo escuchar a este imbécil hacer planes, hombre, si solamente fue un efluvio de calentura, más provocado por sus propias decepciones y rencores, que por la sensualidad que el otro idiota creyó despertar con su musculatura flácida y sus chistes carroñeros.
Antes de agacharse en un lance poco sensual, más bien utilitario, para ponerse las dragas del bikini verde fluorescente, Mónica se quedó un momento de pie, contemplado el vaivén de las olas, meditando en lo que había hecho. Pues si, era una venganza y qué, sobre todo porque Alejandro le había prometiendo un viaje a la playa en los días de vacaciones, y al último minuto canceló, porque según explicó, su esposa había organizado otro viaje ya, un crucero con niños y suegros incluidos, todo pagado con antelación, y era verdaderamente imposible decirle que no.
Mónica, después de insultar hasta la segunda generación ascendiente de la madre que lo parió, y hacer alusiones a sus sospechas de la diminuta proporción de sus hechuras a la hora de hacerlas valer como hombre, salió como cohete del restaurante, no terminó el postre siquiera, tomó un taxi ambulante, y se enfiló directamente al aeropuerto. Finalmente, la vacación la había pagado Alejandro, y era una buena moción hacer que se jodiera, al menos, con el costo de su diversión, -que compense el daño, el muy cretino-.
Evidentemente, no quiso recordar en ese momento lo miserable que se sintió al instalarse en el hotel totalmente sola, después de haber contemplado por horas, en los aeropuertos y la recepción del hotel, los ríos de gente que en grupos de amigos o familiares, se disponían a ocupar la semana mayor en alguna actividad recreativa, y con el recuerdo que se infiltraba en su cerebro como veneno, de las invitaciones que declinó, como la del grupo de dominó, que organizó una expedición a Oaxaca, en la que pretendían mezclar aguardiente, cultura y un poco de pellote –si lo encontraban-. O la de aquel enamorado permanente de la oficina, que sin haber siquiera besado sus labios, ya le había hablado de matrimonio, departamento propio, supermercado los sábados, administración de la quincena y tiempo compartido en Oaxtepec.
Todo lo dejó por seguir siendo la mandita zorra de un ejecutivo encumbrando en una empresa multinacional, que nunca dejaría a su familia por alguien que, ya de entrada, había sacrificado dignidad por un puñado de buenos restaurantes, vestidos de mediana calidad pero marca ostentosa y sesiones intensas en tardes de viernes en hoteles de cinco estrellas.
Mónica terminó de ponerse el bikini, y le dijo al extraño –que permanecía parado frente a ella, atónito por su frialdad y la rapidez de su partida-, qué planes ni que leches, animal, hasta nunca y que tengas suerte en el resto de tu vida. A paso veloz, casi iniciando una carrera infernal, se desplazó al piso de abajo y encontró refugio en una cuba, con ron blanco, en su habitación. La apuró hasta no ver el final del caso –ese en el que dicen que la soledad hace representaciones nostálgicas o a veces diabólicas-. Mónica lloró su desgracia, hasta vaciarse, precisamente en esos días de guardar.
Así siguió, llorando su soledad durante todas las horas siguientes, hasta que decidió tomar un baño antes del alba, desasirse del alcohol y regresar a casa, a recluirse con los discos de los Stones y las pijamas de franela, lista para brincar al primer timbrazo telefónico, que seguramente anunciaría el regreso de Alejandro a esta vida decadente que de ellos habían escogido, de vez en vez y de cuatro a siete.
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