Del maestro Abel

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Por Alfonso Villalva P.
Lo hubieras visto manejando… Al volante de un camión urbano de pasajeros, de esos que pintan de verde en alusión a un efímero e hipócrita respeto al medio ambiente. Maniobrando, sin pericia —sin placas tampoco—, y con una torpeza vergonzante en el tráfico insufrible de la Ciudad de México.
 
Era, no sé, probablemente el epítome de la simbiosis perfecta entre los primates remotos y la raza de bronce. De haber cruzado palabra con él, dudo que pudiera balbucear algo más que sonoras mentadas de madre y seguramente clichés basados en albures ordinarios y grotescos.
 
Y parecería que un chofer de camión urbano no es más que la cotidianidad vernácula que se vuelve irrelevante a fuerza de repetición y generalización. Pero créeme, este y todos los demás conductores, somos mucho más que eso.
 
Somos también la síntesis llevada al extremo de eso en lo que nos hemos convertido en realidad, por más baños de pureza que nos demos, por más ropas de marca —pirata o no— que nos echemos sobre las carnes, por más miradas sofisticadas que nos crucemos en las fiestas, bodas, restaurantes y bares del barrio que habitamos.
 
Si, lector querido, ese chofer de autobús urbano representa de manera descarnada, y gráficamente perturbadora, lo que eres tú, soy yo, somos nosotros. Él es, como en una pincelada mágica del maestro Abel Quezada, nuestro candidato plurinominal, nuestro aspirante a jefe delegacional, alcalde o lo que sea —y del partido que sea—. Ajenos, egoístas, totalmente desvinculados e inconscientes de los demás.
 
Él usaba anteojos de fondo de botella llamativamente oscuros. Trompudito, sí señor, y con unos bigotes de púas, muy escasos pero gruesos, que amenazaban perforarle las narices con profundidad y provocarle un accidente vascular llegando hasta el hipotálamo en uno de sus violentos movimientos.
 
Creo que no se enteraba. Juraría haber percibido un dejo de autosuficiencia estética en sus facciones, como quien se cree guapito y seductor. Igual que muchos otros. No se enteraba. De nada.
 
Su entorno, puedo especular, solamente se alimentaba de una elemental representación de un mundo muy entendido con las limitaciones de su peculiar condición, con el instinto de conservación ante los depredadores que acechan. Quiero pensar que para él todo lo que le rodea son solamente obstáculos para llegar a la meta, la vuelta completa de la ruta y recibir el estipendio esperado.
 
Conduciendo vehículo ajeno, irresponsable de los daños posibles. Girito para poner los pies en polvorosa en caso de un siniestro, una dificultad mayor. Con una idea fija en la cabeza representada por su retribución, no obstante todo lo que haya sucedido en el trayecto. Igual que muchos otros de oficio y profesión diversa.
 
No sé tú, pero para evitar el colapso por el estrés en el tráfico citadino, creo que vamos desarrollando hábitos exóticos. Yo he ido generando, por ejemplo, una costumbre de observación a la conducta de los colegas al volante que dice mucho de lo que verdaderamente son, más allá de lo que seguramente declaren con pequeños recortes multicolores en su “feis”, ante una taza de café o con los honores de una caguama al finalizar el día de trabajo.
 
Así como el conductor de camión urbano, están los de corbata, los de anteojos de diseñador y peinado estrambótico, las bellas ejecutivas que comprometen tu vida mientras enchinan una pestana o chatean furiosamente, las madres de familia que son capaces de espetar insultos inéditos con medio cuerpo fuera de la ventanilla de su auto, mientras administran un yogur o una mamila de leche deslactosada. No importa la marca del auto, verás, todos al abordaje…
 
Fueron pocos los minutos que me dieron el dudoso honor de observar al individuo con mirada antropológica. Sin embargo, ya con esa predisposición que crea el bombardeo de mensajes electorales que para las ocho de la mañana ha saturado nuestra incipiente templanza, concluí con claridad meridiana que el compañero del autobús ecológico era una apología a la oferta electoral, a nuestro discurso de café, a nuestra furiosa lucha verbal y virtual, a nuestras promesas y censuras sociales, a lo que hemos reducido la comunidad.
 
Era eso, un individuo con una falsa apreciación de si mismo —estafado o auto engañado, que da igual—, sin rigor de especie alguna, con un apetito feroz, ninguna noción de respeto hacia los demás, muy dispuesto a pasar por encima de todos, con el único objeto de recibir un sueldo mal calculado y muy poco remunerativo.
 
Pude evitar exitosamente la colisión en un volantazo que él dio tratando de cambiar de carril para establecer su camión en los treinta centímetros que me separaban del vehículo al frente mío. Su frustración, al fracasar la maniobra, se manifestó en una lamentable y aguardentosa alusión a mi pobre madre que ni vela tenia en ese entierro.
 
La verdad es que lo noté como un acto reflejo. El destinatario de sus epítetos podría haber sido lo mismo el arriba firmante, mi madre, un poste de luz, una grúa vehicular o una columna de concreto del segundo piso bajo el que nos cobijábamos esa mañana miles de motoristas soñando con un mejor país, pero poco dispuestos a conceder un milímetro de espacio a cualquiera que este a nuestro alrededor, aunque eso suponga magnificar el impedimento que nos aparta de nuestro propio destino.
Twitter: @avp_a
Exposiciones muy visitadas. Foto archivo.
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