Fiera tribuna

Por Alfonso Villalva P.

Escasas son las ocasiones en las que llegas con absoluta puntualidad. No puedes ocultar el orgullo de la legión que representas, el brillo en tus ojos te delata. Eres la síntesis de la raza. Tienes cara de satisfacción. Quizá los músculos de tu rostro habían ya olvidado la posición exacta de una expresión de alegría que cambia los sinsabores cotidianos. Eres el bastión de la nación, punto. Eres el heredero del espíritu de Nezahualcóyotl que, en un poema pedestre y post moderno, toma venganza del imperio americanizante y regresa a la idolatría de un puñado de hombres que luchan cuerpo a cuerpo, que intercambian sudor y escupitajos, por alcanzar una gloria sui generis, efímera, pero contagiosa.

Eres el líder de la tribuna que desdeñando los fracasos de tu equipo sigues allí, cada domingo -fiero y leal-; cada vez que los felinos se la rifan en la cancha, desgañitándote, saltando, concentrando toda tu energía para valorar un lance de tu portero, esperando ambiciosamente una jugada genial del goleador. Así eres, quizá, en el único momento en el que no formas parte de los olvidados. Quizá en la única oportunidad que tienes para olvidar que tu destino es inalterable. Quizá, ante la escasa ocasión de esconder tu estigma de desheredado, y mentarle a madre a quien se te antoje, con absoluta impunidad, con plenitud pasional; de poner las cosas en su sitio y hacer justicia con la fuerza que da el anonimato en la fiera tribuna.

Por unas pocas horas, eres quien eres, desde el fondo de tu alma, quizá un universitario sin universidad, y te permites expresar todo aquello en lo que legítimamente crees. Todo lo que de otra forma, allá afuera, en la depredadora capital de la República, te está negado, o requiere un tamiz educativo que no posees. Por eso vales aquí, y nada más. Y creces en la medida en la que otros se agreguen a la acción venerante de la tribu, que se desgasta bajo el cénit dominguero, al ritual incesante de la veneración. Cómo no te voy a querer –le cantas a tu equipo-, reafirmando tu dignidad al saberte beneficiario de las acciones a nivel de cancha, de sentir la importancia de ser buscado a la hora de festejar el triunfo, aunque sea ajeno, aunque sea ficticio. Una de las pocas formas que tienes de sentirte ganador.

No importa el grado de utilización de la televisora que te manipula a su antojo, ni tampoco las interminables filas de colmillos de los tiburones que hacen fortunas a costa de tu fanatismo, de tu ignorancia y de tu muy primitiva forma de acariciar la felicidad. Como una sola garganta cantan todos, son un solo hombre detrás del equipo, son su seguridad, su manto protector.

General, desde luego, admisión general. Muy lejos de las plateas, los palcos y los lugares preferenciales. Desnudo del torso al menos, pierdes el pudor ante las pasiones que incomprensiblemente se apoderan de tu razón y te abstraen del mundo de allá afuera, al que tendrás que regresar en poco tiempo; del mundo de los trayectos de dos horas en microbús, del lavado de coches, de la mano de obra barata, de la carpintería vecinal o la negociación clandestina.

Quizá toda la injusticia que padeces cada minuto de tu anónima existencia, quizá la urgente necesidad de incrementar tus ingresos, quizá la certeza de que ya nunca podrás vivir otra vida, quizá todo eso lo abandonas al momento de entregar tus entradas al individuo que, aún más resentido, pero uniformado de azul, te cachea denigrantemente a las puertas del estadio, para sentir ese placer que dan los tres minutos de poder. Todo eso se olvida cuando comienza a calentar el ambiente, cuando comienza a levantar la porra, cuando las coyunturas corporales se relajan por los efectos de la cerveza, y el éxtasis, quizá.

Y cuestionas la virilidad del árbitro –quien representa la autoridad maligna que todo lo limita-, saludas a la madre de la porra de enfrente, y cantas consignas contra el Presidente en turno, algún gobernador famoso, tu diputado local o, simplemente, el líder de tu colonia.

En eso viene el penalty, el fuera de lugar, la anulación del gol espectacular o la inapelable tarjeta roja. Te abandonas en los silbidos, en las imprecaciones, en las ordinarieces. Te conformas con el vasallaje de la Domino’s y las rocaletas que ya sustituyeron sin remedio al huevo cocido, los cueritos y las habas. Te gastas todo lo que tienes en las rondas de chelas, en la botana, en la máscara alusiva que llevarás a tu hijo.

Y al silbatazo final, sin remedio, de regreso a tu vida…, a esa en la que normalmente, no eres nadie para la ciudad traicionera que depreda al que más, a esa que aprieta las tripas cuando no alcanza para comer. A esa vida cotidiana en la que nadie, pero nadie, te regalará un gol, que al menos, puedas disfrutar con abandono.

 

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