Hienas con máscaras humanas

Por Lilia Veloz
Sin duda que los avances científicos en el campo de la medicina son asombrosos en los últimos años. La ingeniería genética permite injertos de genes faltantes o defectuosos, así como la terapéutica de trasplante enzimáticos que logran mejorar la evolución y el pronóstico de enfermedades que años atrás condenaban, a quienes las padecían, a una vida de penosos sufrimientos antes de que se produjera el desenlace fatal.
El trasplante de células madres permite la recuperación de tejidos orgánicos dañados, incluyendo tejido nervioso que, aunque en etapa experimental, abren ventanas a la esperanza.
La implantación de órganos y tejidos, permite la sobrevida de personas que, de otro modo, estarían sentenciadas a la muerte o a la incapacidad funcional, por la falla irreversible de algunos de sus órganos vitales (corazón, riñón, hígado, pulmón, médula ósea) o, aunque no sean vitales, son indispensables para una vida plena. Córneas y cócleas devuelven el color y el sonido a las personas privadas de ellas, borrando sombras y silencios.
La donación de órganos, decidida consciente y voluntariamente por el donante en vida, es un acto humanitario de inmenso amor; un acto racional y altruista si se dona el cuerpo postmorten; doloroso y conflictivo cuando son los familiares del fallecido quienes lo deciden, rompiendo ataduras atávicas.
Es una situación extremadamente estresante en muchas ocasiones, pues el vértigo de la existencia urbana moderna, conlleva a que el mayor número de muertes cerebrales se produzcan por accidente de tránsito en los que, son personas jóvenes las más involucradas. El familiar debe afrontar, a la vez, el dolor de la pérdida de un ser querido, la decisión de qué hacer con sus órganos. La donación, en ese caso, no tendría que ofrecer dudas. En cambio, el corazón en tierra sufrirá el proceso natural e inexorable de la descomposición, en tanto que si se dona, latirá y continuará su vida.
El número de personas que necesitan de un órgano para sobrevivir, sobrepasa en mucho al de los potenciales donantes; la mayoría espera demasiado tiempo antes de que pueda recibirlo y, gran número fallecen antes de conseguirlo.
Es por allí por donde comienza el tráfico más infamante de todos: el comercio de órganos en cuya base está, por un lado, la falta de conciencia de la población no preparada espiritualmente para la donación y, por otro, las desigualdades y la podredumbre social.
Arrinconados por la miseria y por la imperiosa necesidad de subsistir, ellos y los suyos, numerosas personas venden su sangre, un riñón o una parte de su hígado, a través de “agentes”, eslabones de la cadena del tráfico o internet.
Hay países como Bangladesh y Pakistán, en los que, personas víctimas del sistema que los empobreció, venden sus órganos por alrededor de mil dólares, siendo estafados muchas veces al no percibir el precio acordado, en tanto que el receptor paga a los traficantes mil veces más.
El rico compra el órgano y el pobre se lo vende en condiciones de total indefensión frente a los riesgos y posteriores incapacidades físicas que podrían derivar el acto quirúrgico que sufrió.
Se denuncia en permanencia lo que se ha dado en llamar “turismo de tráfico de órganos”; ricos norteamericanos, israelíes, sudafricanos, árabes y de nacionalidades europeas y asiáticas, destinatarios del trasplante, viajan a los países donde las redes mafiosas organizadas, locales e internacionales, efectúan la operación final.
La procedencia de los órganos traficados, no sólo es producto de la compra-venta de los mismos, sino que proviene de otras fuentes que ni la mente más maléfica de la ciencia ficción, podría imaginar. La realidad supera la fantasía más tenebrosa.
Condenados a muerte en China, prisioneros de guerra de diferentes países del planeta, kosovares en el genocidio, inmigrantes subsaharianos, clandestinos en el Sinaí, huérfanos o niños extraviados, víctimas de desastres naturales y, por último, el rapto de niños que viven en las calles o robados a sus padres ya grandecitos o en el momento de nacer en sanatorios y hospitales, forman parte del universo de víctimas.
Ha poco, un ex intrigante de la una mara salvadoreña, confesó en una entrevista ser el autor, entre otros crímenes, de robos de niños por encargo, ya sea destinados a la adopción o para ¡¡horror!!, extracción de órganos.
Se dice que entre los comercios ilícitos criminales, el tráfico de órganos es el que proporciona mayores beneficios económicos, después de los negocios de drogas, armas y trata de personas con destino al trabajo y a la explotación sexual, como se está dando, entre otros muchos países, en México, Centroamérica, Irak, Haití, Europa del Este y Africa. Un azote universal.
Para ser trasplantado, un órgano necesita mantenerse vital, no trasmitir enfermedades contagiosas (sida, hepatitis B y C, rabia, por citar algunas) y, además, ser del mismo grupo sanguíneo y tener otras histocompatibilidades. El paciente receptor necesita de un seguimiento médico estricto y ser sometido a terapia inmunosupresora, para evitar el rechazo.
Por las razones señaladas, el eslabón más importante de la cadena comercial de la vida y de la muerte, lo constituye el equipo médico. Nadie se salva, desde el administrativo hasta el cirujano, que es el máximo responsable, entre clínicos, anestesistas, auxiliares, instrumentistas, etc.
Si a un médico, por mala praxis, se le sanciona, a veces con la cárcel, cancelación de su título o punición monetaria, ¿qué condena se debe aplicar al facultativo que asesina o mutila a un ser humano para robar sus órganos y venderlos?. ¿Qué ocurre con los médicos torturadores?. ¿Qué los diferencia de los criminales de guerra?.
Tal vez, algunos de esos monstruos insospechados o encubiertos, convivan entre nosotros como personas respetables, insospechadas, con discursos hipócritamente altruistas y, bajo una careta bonachona, reniegan de su condición humana, denigrando su profesión. Hienas con máscara humana.
Fuente: ARGENPRESS.Info

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