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› Por El Lector Americano
(Burke, 23 de marzo de 2025)
La felicidad es muy cómoda, y es alegre, pero a veces produce trastornos que te obligan a tomar medidas extremas, como una dieta moderada, que el feliz acepta con dudas, y otro rollo a parte.
La felicidad siempre es cómoda siempre tenerla, pero a veces trae conflictos con los infelices que te rodean: los que ponen el reguetón muy fuerte, y debes hablarles y convencerlos de que no es el sonido lo que jode, sino la no-música… y sí, es para tanto.
La felicidad es fantástica y da esperanzas, pero a veces interfieren hechos horribles. Cuando exilian a personas de su país, o te deportan de un país que creías en él, a una cárcel en Centroamérica, 2025.
O como decía Vladimir Nabokov: “La mejor parte de la biografía de un personaje célebre no es la crónica de sus momentos felices sino la historia de la infelicidad de su estilo”.
Hay muchas cosas que afectan a la felicidad: cuando se cae la economía de un país, y todo se va a la mierda porque debes 20 años de hipoteca. Y después sopesas posibilidad de encontrar la felicidad en un seguro de vida para zafar de las deudas, porque todo se está cayendo a pedazos.
Pero también tenemos la felicidad que (según Gandhi) que alcanza cuando lo que uno piensa y hace, coexiste en armonía y consciencia (también lo piensa William James) en la acción que no siempre traerá la felicidad, pero no hay felicidad si antes no hay acción. O algo así.
Y hay una felicidad (según Marcel Proust) que debe sentirse agradecida con los que la propician porque «son los encantadores floristas los que hacen florecer nuestras almas».
O esa felicidad que (según Hemingway) que es muy rara en las personas inteligentes, porque es «algo imposible de emparejar con la cordura».
Por eso para asegurarse, y por razones de salud mental, yo me quedo con Gandhi, James y Proust, y desde la esquina ver qué harán los demás, y de paso ver cómo les va.
Pero hay diferentes variantes de ser feliz en el decálogo de la felicidad, siempre color naranja o amarilla. O si no te va bien, puedes optar por el costado religioso, y pasar a la acción y, de nuevo, en el orden literario de la cosa, recuperar el tiempo perdido que nos legó Proust.
Tomar acción.
Uno: hay que descartar, por supuesto, eso de creer en un Ser Superior, del tipo hay que rezarle para que nos haga feliz. Pero esto no es fácil, cuesta un pedazo: sobre todo si creíste en Dios por obligación durante tu vida de niño, y dudaste en tu adolescencia, y después confirmaste cierta inexistencia de tu madurez y, desde entonces, te sientes estafado, y sin oficina de reclamos.
Quizás por eso Gandhi fácil, porque contaba con muchos dioses (algunos amarillos y otros naranjas) entre qué elegir y, esto es importante, todos siempre en posiciones algo orgiásticas, cercanas al «Kama Sutra», y no de rodillas sangrantes como en el catecismo católico. Por eso, para cuando estés en Semana Santa y todos pidiendo clemencia en esos días y salgas en procesión de Santísima Selfie, o algo por el estilo, no te olvides de rezar. Y -por supuesto- mejor ni tocar el tema si estar cerca de El Vaticano.
Dos: la acción física de la felicidad, la de cultivar el físico cada vez más, bien cívico y musculoso. Y cuando andes cerca de una tienda Decatlón, puedas equiparte para llegar a la meta. Y corras como alma que lleva el Diablo (apretando los cachetes y esquivando jabalíes y mirones), y descartar eso que dice, si el Diablo se va a llevar tu alma corriendo, mejor ser un ‘desalmado’ feliz en el sofá de tu casa, que un exitoso sin alma.
Tres: acción de pensar en Marcel Proust, y volver a leer ese milagro verdadero “Las mil y una noches” (nunca librito de bolsillo), encerrándote en tu propio existencialismo narrativo para iluminarte con una estupenda pirueta literaria.
O busca esos prácticos desgloses temáticos de citas de ‘literatura feliz’, donde se lee: «Lo que me hace feliz eres tú, que te añoro desde ahora mismito”, o «mi imaginación se agota en tus rasgos de amor… y ahora dependo más de tus deseos, Chiche querida”.
Así, de inestable, duradero, informado, y casi imposible de entender es ser feliz…
Cuatro: y sin mover las nalgas, puedes descubrir por ti mismo la felicidad. Me refiero a la felicidad catódica, cuando ves de un zarpazo todos Los Soprano. Pero a modo de ensayo, primero ves los momentos estelares de Breaking Bad y un poco de Ozark. Tres series sobre tipos infelices que descubren la “felicidad a partir de la infelicidad” y, trabajando duro, en su condición de malos, porque antes eran buenos, y después se pusieron malos de verdad.
O en modo enjuague moral, también puedes ver Friends, porque esos chicos nunca están tristes. Y te empapas de la misma felicidad de los ‘90, como una vuelta al sentimentalismo bien entendido, pero con mejor guion. Y si vuelves a ver completa toda la serie, puedes encontrar toda la felicidad perdida…
Como cuando alguien te pregunta «¿Esto es verdad o lo dices para hacerte el gracioso?»; y tú respondes: «No: es bien triste, pero también es verdad».
Pero todos sabemos que el derecho a la felicidad es no permitirse ser infeliz. Como lo dijo Mario Valencia, mi compañero de liceo bailarín, un buen tipo (no le trabajaba un día a nadie), que me recuerda a Saul Goodman, a veces a Walter White, y más tarde a Martin Byrde, el de Ozark. Todos perfectamente «hombres de familia». Y solo por eso, sus felicidades es, serán siempre, un casi casi…
Y, claro, tampoco se trata de ser casi feliz -ni que lo confirme la ONU- porque también es de infelices no estar consciente de ver la tristeza de los otros. Si no, pregúntale a un palestino.
Autoayuda sin azúcar
La felicidad es cosas domésticas, pero a veces se te derrama las cosas, y debes limpiar el piso con el trapo que te regaló tú madre, y el trapo se ensucia y tienes que lavarlo, y se arruina, y el tipo feliz no volverá jamás a tener el trapo de mamá.
La felicidad es turgente: cuando abrazas a tu prima Pepa en una playa caribeña, y ella te aprieta con la teta izquierda como si nada. Y un rayo invisible recorre los caños de tu cuerpo, y el cuerpo se para, y tienes que llamar a una tía Loly para disimular. Después vas a la parte más fría del Mar Caribe, y te pica una Mantarraya, y allí te das cuenta que no debes confiar en la teta izquierda de la prima Pepa: nunca confíes, pero nunca en la sangre corriendo por tus venas.
La felicidad puede ser estática: sin aventuras extraordinarias en busca de más felicidad: aún cuando la felicidad tiene tendencia compulsiva al movimiento, y rara vez consigue equilibrio, por eso se mete en problemas.
La felicidad es generosa: se reparte porque solo no tiene sentido si el usuario de la felicidad, el feliz, es repartidor y generoso. Por eso usa toda clase de triquiñuelas; invita a gente a comer a su casa, recibe visitas sin agenda, habla más que manda mensajes, ¡COMPARTE su música! Porque a veces la felicidad es sencilla, y se encuentra en las cosas simples de la vida, que te revela los detalles de la buena felicidad. Para después, lentamente permitirle que se divida en sentimientos compartidos. Después te la puedes beber, o comer, porque la felicidad a veces es una gula sagrada.

La felicidad cuida los detalles: la puedes manejar en los infinitos inconvenientes que causa tenerla. Por eso a veces es líquida, y el feliz te derrama lágrimas de felicidad cuando te abraza. Y parece una fantasía exuberante, que transforma vidas, en un eterno devenir de risas y brindis parranderos.
La felicidad puede ser extraña: lejana para mí, y se encuentra en las religiones (todas), que premia a quienes llevaron una vida casta y pura, y el penitente, buscará ser feliz en el paraíso. Algo raro, y triste para ser feliz.
Yo prefiero la felicidad cómoda: porque si un día te muertes, o te matan, todo será muy raro para los que te amaron y soñaron.
Entonces todo este compendio que escribí servirá para que sea releído, y los que lo lean te recuerden con una sonrisa. Esta es la alegría de la vida.