Teresa Gurza.
Al no impedir que durante cuarenta años fueran violados por los jerarcas de la Ermita de la Nueva Jerusalén los derechos de sus habitantes, los gobiernos fueron cómplices.
Ayer relaté aquí parte de lo que sucedía bajo el mando de Nabor Cárdenas, que compartía la dirección con “el anciano Simeón” sacerdote franciscano con quien se sentaba en tronos colocados sobre el piso de tierra del jacal que hacía de sacristía.
Todo muy loco.
Los entrevisté en 1982, luego de horas de trámites ante “encarnaciones” de San Basilio, San Alfonso María de Ligorio y San Roberto, quienes me amenazaron con el infierno eterno por ser reportera del UNOmásUNO, “servidor de los comunistas adueñados del Papa y la Iglesia”.
San Roberto finalmente decidió que “Dios escribe derecho en renglones torcidos” y autorizó la plática; y aunque regresé varias veces, fue la primera y última entrevista que tuve con ellos porque no les gustó lo que escribí.
Era San Roberto un gringo guapo y fornido, que como “santo justiciero” estaba a cargo de castigos corporales, calabozos clandestinos y vigilancia de los caminos que llegaban a la ermita; lo que hacía mediante un moderno sistema de espionaje y comunicación instalado en una torre.
Cuando años después volvió a su patria, su familia lo internó en un hospital psiquiátrico de Texas; desde donde mandó cartas a las autoridades civiles y religiosas de Michoacán, alertándolas sobre asesinatos, acopio de armas, producción, tráfico y consumo de drogas, y entierros clandestinos de niños y fetos, que afirmaba ahí ocurrían.
El mismo protagonizó en 1982 un sangriento zafarrancho en el que resultaron heridos disidentes religiosos “que no hacían caso a las prédicas santas”, ni creían que María de Jesús, una joven regiomontana que se sentía vidente y vaso de la Virgen del Rosario y con quien con frecuencia compartía el lecho, hubiera dado a luz un niño-dios.
“… si fuera dios, güerito vía de ser y no renegrido como salió” me dijeron entonces algunos descreídos.
Tras el alumbramiento desapareció María de Jesús, llegada a la ermita como peregrina en 1980; unos decían que volvió a Nuevo León, otros que Nabor la tenía presa.
No había sido muy querida por la gente; y hasta los “apóstoles a los que la virgen del Rosario había encargado acostarse con ella”, se quejaban de que exageraba el cumplimiento de las ordenes celestiales.
Esos apóstoles debían también acompañarla en sus recorridos por el país buscando peregrinos ricos y comprando monos de peluche que juraban la Virgen del Rosario coleccionaba.
Este asunto de los peluches era una completa locura.
Imaginen ese lugar mugroso y apestoso donde miles de personas sin derechos ni servicios, pasaban la vida esperando ilusionados el fin del mundo, rezando rosarios, y admirando cientos de peluches que dos “monjitas” limpiaban y volvían a meter en sus celofanes, operación que la gente veía desde la puerta del polvoso cuarto donde se exhibían.
“El peluche consentido de la Virgen del Rosario” era Yolanda, una gata de color de rosa famosa por presidir las procesiones en un cojín de terciopelo rojo, y por despreciar tres veces al día galletas marías remojadas en leche condensada que le ofrecían y eran lujo extremo en esa comunidad miserable; y como por supuesto no las comía, María de Jesús las engullía con disimulo.
Además de jugar con peluches, la Virgen del Rosario daba mensajes grabados con voz de ultratumba para informar a Nabor lo que todos pensaban; y quiénes estaban endemoniados y debían ser azotados “para sacarles los diablos”.
Prohibía el libre tránsito, escuelas, radios, televisores, libros, periódicos, tomas de agua domiciliarias y relaciones sexuales, aún entre los casados.
Su principal preocupación era “la pureza, porque aspiramos a ser ángeles y nunca se ha sabido de ángeles con hijos”.
Las pruebas de que era desobedecida abundaban; y se les veía deambular descalzos o dormir en los brazos de sus madres, que alegaban eran producto de milagros; y procuraban no pasar frente a un mural donde un triángulo, un ojo gigante, una oreja enorme y una mano escribiente, advertían “Dios todo lo ve, lo oye y lo sabe”.
Los jerarcas ejercían derecho de pernada, en cuanto las niñas cumplían 12 o 13 años.
En 1994 un perredista habitante de la ermita pero cansado del abuso, me presentó en Morelia a cuatro niñas embarazadas por los jefes religiosos.
Lo escribí y se publicó; pero el gobierno nada hizo.
Antes de llegar a la ermita, los llamados “vivientes” habían sido vendedores ambulantes, franeleros, albañiles, jardineros, y aunque usted no lo crea, judiciales.
Nabor los llevaba a ingenios y campos vecinos. El cobraba sus salarios; ellos aguantaban todo por ganarse el cielo, y eran considerados buenos jornaleros “por sumisos, carecer de vicios y estar acostumbrados a obedecer”.
Con los años y el deterioro físico de Nabor, se incrementaron los conflictos entre los “obispos” que aspiraban a gobernar la ermita y agarrar el suculento negocio que representaban peregrinaciones, ventas de rosarios, estampitas, novenas, salarios y bienes de los “vivientes”.
A su muerte continuaron las ilegalidades consentidas por el poder; llegándose así, a los actuales momentos de destrucción de la escuela oficial.