Por Enrique Soria
Corrían los últimos tramos del siglo XX y acababa de llegar a Nueva York Fernando Botero para una de sus exhibiciones. El Diario La Prensa estaba enterado del ataque con dinamita que habían sufrido las gordas de Botero en la ciudad de Medellín con saldos de muertos y heridos, además de los destrozos de las esculturas. El jefe de Informaciones del diario me designa para entrevistarlo en una de las galerías de Manhattan.
Agarro la libreta de notas y dos lapiceras y me dirijo al encuentro. Por esa época yo era un adulto joven y me ufanaba de no usar grabadora pues registraba todo lo que salía de los labios de un entrevistado con una mera libreta. Botero era perfecto. Hablaba pausado y era abierto ante las preguntas, que más deseaba yo.
Me he preguntado esta madrugada porque quería escribir sobre el pintor y escultor paisa si solamente lo vi una vez. La única respuesta que me doy es que me provocó una tristeza sincera su muerte y todos sabíamos que era el artista universal de Colombia. En un inicio quise buscar la nota que el diario publicó en mi archivo personal para reproducirla y enviarla a los colegas, pero obviamente no la encontré. Mi archivo ya no guarda información del siglo pasado.
Pero fui consciente de que eso no era precisamente lo que quería hacer. Decidí escribir sobre la impresión que me causó y descubrí que mi tristeza por su muerte se asociaba a lo que el pintor tenía como vocación artística, a su indesmayable capacidad de trabajo y a su pasión por lo que estaba haciendo. También me impresionó saber de sus humildes orígenes, de su aventura como inmigrante en Nueva York con apenas 200 dólares en el bolsillo y una cuenta bancaria que queda con un saldo de 27 dólares (a todos nos ha pasado eso).
¡Ah!, no hay que olvidar que fue el ilustrador del diario El Colombiano y como dibujante integra la sección Editorial y por lo tanto era colega nuestro.
Finalmente, para completar su background era un redomado transgresor en el sentido de que no era un pintor cubista (no era un Picasso), tampoco un artista surrealista (no era un Dalí), menos un pintor impresionista (no era un Van Gogh) y nada que ver como expresionista (no era un Jackson Pollock). Todo lo contrario. Iba en dirección opuesta a las corrientes del momento, es decir al expresionismo abstracto y al pop art.
Su opción tiene que ver con el lugar en el que nació. Medellín, Medallo, que quiso convertir (y lo logró) en la capital artística de Colombia, en contra de lo que hizo Pablo Escobar, es decir transformar el lugar más hermoso de Antioquia en la sede del narcotráfico. Su obra está íntimamente ligada a Colombia (para bien y para mal). Él mismo dice «yo no nací en Nueva York, París o Londres» y nunca perdió de vista a su país pese a que fue a México, reside en Nueva York, París y Mónaco, donde acaba de morir.
Botero era un pintor figurativo con temas dramáticos como la obra que hizo sobre la prisión de Abu Ghraib (una fábrica de torturas en Irak), o la pintura que realizó sobre «Tirofijo» (Marulanda), o la de Pablo Escobar el día que lo mataron. » «El arte debe producir placer, cierta tendencia con un sentimiento positivo. Pero yo he pintado cosas dramáticas. Siempre he buscado la coherencia, la estética, pero he pintado la violencia, la tortura, la pasión de Cristo. El gozo mayor de la pintura, la belleza, no contradice lo dramático y lo placentero». Esa era su noción de arte, el significado de sus obras.
Pero aterricemos en esa noche en la galería de Manhattan. Recuerdo sus palabras tras el atentado de Medellín: «Yo pensé que estaba más allá del bien del mal». Llego a preguntar qué tiempo se tomaría para reconstruir las esculturas destruidas por la dinamita, pero me responde con una indignación serena: «no, voy a dejarlas así como un recuerdo de la imbecilidad de la criminalidad». Tiempo después construiría una paloma de la paz en el mismo lugar donde su paloma fue destruida.
Inmigrante, colega, transgresor, todo eso lo hizo diferente pero nunca estuvo más allá del bien y del mal. Apostó por Colombia, creyó en la paz y el rojo que aparece en sus obras no es el de la sangre asesina sino el de las rosas que significan amor. La profesión de periodista la acusamos de ingrata para con nosotros, pero tenemos que reconocer, en última instancia, que nos permite abrazar a la Historia cuando ella se presenta, somos una manga de privilegiados que nos mueve el impulso para ir tras la Historia con la misma pasión que le dedicamos cuando amamos a una mujer o vamos en busca de la verdad de las cosas.
Y eso nos permite, al igual que Botero, no considerar que estamos más allá del bien y del mal.