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› Por El Lector Americano
(Burke, 1 de abril de 2025)
La cosa es así: “Después de los 35 años ya nadie tiene una novia”: “Después de los 55 años, un hombre no es soltero, es un hombre solo”.
Esta tajante afirmación me la dijo Arturo Marín Capece, un artista de varíete que tuvo mil novias. Me habló de amor como si hubiese estado dando clases de predestinación. De cómo a hombres dañados como él, les era muy complicado presentar a una cita:
– “Ella es… “
De que entre sus lejanos 30, y los cada vez más cercanos 60 años, había escuchado todo tipo de variantes para sortear el incómodo momento de presentar a una chica a los demás. A saber:
-Ella es mi chica…
-Ella es mi mujer…
-“Ella” es ella…
O las derivaciones que tuvo de tan cariñosa presentación:
-Ella se ofendió por lo que dije…
-O tú no eres “nadie”, y menos que menos ella es ‘algo’ para un subnormal machista como yo…
Así es… en cuestiones de amor nadie entiende a nadie. Por ese motivo Arturo me contó que había investigado el asunto, y descubrió que hay dos presentadores de novias posibles:
–Los que no paran de toser ante un supuesto “nimio compromiso”.
–O esos que se agachan a buscar un papelito, o solo sonríen, y la presentación deviene en mímica festiva, y todo el mundo ríe.

Esto último le recuerda a una secuencia de la película de Woody Allen, Escenas en un Centro Comercial, donde un Mimo empieza a seguir a Woody Allen por el Shopping, y le da una patada en las nalgas al querido Allen, mientras lo imita cómo gesticula y camina, justo cuando su esposa (Bette Miller) lo está mandando al carajo.
Woody Allen termina empujando al Mimo escaleras abajo.
Pero Arturo, como eminencia en el tema de parejas, también me habló de la variante progre/feminista/igualitaria, muy utilizada en las redes y en charlas de autoayuda. Esa que habla de presentaciones políticamente correctas:
–Ella es mi pareja, o compañera, o es mi cumpa, si es que los dos enamorados son de izquierdas.
(Esto se debe pronunciar: “pareja” o “parajjja” haciendo énfasis en la jota y en una ‘ae’ fonética.)
Arturo —deliberadamente— hace omisión a la palabra “parejita”: porque esa palabrita se asocia a los documentales de todo tipo de animales, como:
«Ahora podemos ver cómo la joven parejita de leopardos parten hacia la sabana en busca de sustento. Así el macho va a hacerse de una hembra para reproducirse y sostener a la especie».
Otro detalle destacado por Arturo es, que casi nadie (a excepción de México) le llama “prometida” a la chica en Latinoamérica. Pues, como todo el mundo sabe, una prometida estaciona el auto, entra a tu casa, tiene su propio cepillo de dientes en tú baño, y abre la heladera buscando esa cerveza belga que tanto te gusta. En cambio las novias, parejas, enamoradas, mi chica, o “pololas chilenas”, solo entran y salen de nuestra casa, porque tú eres un hombre soltero.
Por eso, insiste mi relator amoroso, que en honor al buen gusto, y a efectos del diálogos medianamente inteligentes, él nunca usa expresiones del tipo:
Media naranja; mi Más que amiga, mi Cuchi cuchi, o Mi chava, o Guachita rica… u otro tipo de apelativos acompañadas de un codazo cómplice. No. Eso para Arturo es indecoroso.
Pero y entonces, ¿quién es ella?, le pregunto, y él me dice que la palabra Novia le produce un molesto escozor. Que a tipos de su generación (psicólogos obtenerse, ya los probó todos), esa consabida idealización del rol de novios, quedó congelado en el tiempo, de alguna chica que alguna vez a él le importó.
Y agrega: “A que veces te das cuenta que hay relaciones que vienen con ese talón de Aquiles como finiquito al portador. Que entre muchas ruinas, al final siempre se busca escapar al desamor, y sólo por eso, es mejor mejor no etiquetar ninguna relación futura”.
Así es, por eso hubo un tiempo en el que no solo no sabías el significado de la palabra “novios” sino que ni siquiera te atrevías a pronunciarlo en voz alta.
Por eso dormir, y no pensar en ella, también puede ser un soñar dulce, y desde esa esquina organizar un futuro.
O idealizar y recordar: ella con minifalda, y tú con el corazón en la mano; o ella dándote un beso de esos que te remecen el píloro, y tú, pidiéndole al que pone la música en un guateque, que extienda el verso largo de Escalera al cielo de Led Zeppelin, para terminar la faena. Y así, con versos de Fe del “hombre nuevo” y flotando entre las ruinas de estos tiempos Distópicos, en una de esas revives el amor en la historia de tu vida urbana.
Reitero: así fue por muchos años la informalidad del amor y sus secretos, como la que llevó a descubrir a Arturo Marín Capece, treinta años después. Enterarse que fue el objeto del deseo en su juventud, entre dos chicas que se enamoraron de su donaire de seductor. Y se entera que ese «Don Juan de barrio» habitó los corazones de Pepi y Lali. Claro, si lo hubieses sabido en ese entonces, quizás le hubiese dado un poco de vergüenza: porque nuestro Don Juan sabía conquistar con mimos desde la palabra, pero su capital era muy escuálido. Y porque supo que cuando la vida le dio remilgos, el cuerpo también le pedía carne. Pero su periplo del corazón de melón iba por otro camino.
Por eso Arturo Marín Capece, no escatima esforzar su memoria obtusa: como cuando estaba en el primer grado escolar, y escribió el nombre de Pamela -su enamorada infantil- en una de esas de las reglas de madera que llevaba en su bolsón escolar. Y quiso la desgracia infantil que un día la olvidara en su pupitre, y alguien lo acusara de habérsela robado a Pamela. Pero no, Pamela la regla era de él, y su nombre en ella era su obsesión del niño Arturo. Y así, tratando de sobrevivir a la escuela primaria, una tarde cerró la puerta y se olvidó de sacar su dedo gordo a tiempo. Y le brotaba la sangre, y él que no cabía en su dolor y vergüenza, y caminó hasta el baño, y se miró a los ojos y su mano, y su dedo sin uña, y solo atinó a pensar si Pamela lo iba a querer con una uña menos…
O en sus años adolescentes, Arturo frente a la dirección exacta de la casa donde Pamela había vivido. Y el jovencito Arturo caminó durante un invierno bajo cero cinco, diez, muchas veces las 30 cuadras que le separaban de aquella casa, solo para poder sentir que alguna vez había vivido allí esa chica que ahora debe tener su misma edad, y que nunca supo que él la amó.

Pero claro, todo aquello está demasiado lejos de cualquier noviazgo, aunque tuvo en común la espera, y esa angustia que se instala en el pecho de un un jovencito en busca de amor. Y también las constantes adivinanzas sobre el destino: “Si ahora se da vuelta, va a quererme”; “Sí, hoy es martes”; “Sí, es hoy a las 7:00 de la tarde”; “¿Quedamos de vernos en este bar?… ¿Se habrá confundido?… ¿Espero otra media hora?“; “¿Me parece a mí o me dio ese beso muy cerca de la boca?”; ”¿Lo hago ahora, lo digo ahora?”.
O darse cuenta hoy, que en aquellos años muchos estábamos convencidos de que el primer beso se daba en la boca, y mucho tiempo después nos enterarnos que el primer beso se daba con los ojos.
O si en aquellos años, por accidente, la mano de ella rozaba nuestra mano cruzando un semáforo, el calor podía sentirse y entonces ese accidente se transformaba en una impactante anécdota amorosa, en un gesto de amor eterno.
Por eso, suponemos, cómo le pasó al mismo Arturo Marín Capece, que treinta y cinco años después, en pleno invierno un día se encontró con Ella, ahora morena, y años antes rubia. Y él, mintiendo, le dice: “Estás más linda todavía”. Y ella, graciosa, le acepta el cumplido y un café, porque después Ella se dio cuenta de que Arturo quien más la quiso en su vida. Pero él ahora la ve con otros ojos, y mirando sus ojos, entre un añil mal dibujado, se da cuenta que la llama de la ilusión se le ha fugado. Que eso de besos, pan y cebollas, al final fue solo un juego.
Y mientras Arturo me cuenta esta historia en fuga, yo mismo me doy cuenta que escribo estas reflexiones porque también me trascienden. Que aquellas novias no eran tan secretas, y que antes no había un amor imposible, y teníamos la ventaja de no andar preguntándonos estas cosas. Porque un amor secreto, a veces puede ser fatal. Y porque antes la vida era más lenta porque teníamos ese amor no correspondido que nos empujaba a esas palabras sin ataduras ni cadenas: AMOR.