La muerte del cisne

Por Alfonso Villalva P.

Con un abrigo de algodón, exótico, anaranjado; zapatos de charol con tacón alto, y una falda mini que apenas le cubría lo esencial para proyectar sus piernas largas, blancas, espigadas, comenzó de nuevo su pequeña peregrinación recurrente que la llevaba de un lado a otro de la banqueta en la esquina de las calles de Florencia y Londres en la Zona Rosa de la Ciudad de México. Giró por enésima vez sobre sus talones, dio una última fumada al cigarro con filtro y lanzó la colilla con violencia al arroyo de asfalto, con saña, esperando que un auto —o de preferencia un camión— la aniquilara definitivamente.

Con desesperación, miró una vez más su reloj de pulso —un Longiness viejo, desgastado, trofeo de otros tiempos. “Las dos de la madrugada, y esta imbécil no aparece por ninguna parte”. El frío arreciaba, y el embate del aire colado sobre su esbelta figura, hacía estragos por todos los claros de su vestimenta, que eran muchos.

Su nombre artístico era Lea —la gacela de los ojos verdes, cuando saltaba a la pista—, pero en realidad se llamaba Helena. Sus apellidos dejaron de importar desde que comenzó la guerra —una guerra como todas, producto de la estupidez, la intolerancia y la ambición—, desde que su padre voló en mil pedazos después de pisar una mina en el terreno que daba a la barranca, atrás del edificio en el que vivía. Dejó de importar cuando tuvo que desechar su sueño de convertirse en bailarina de ballet clásico —un cisne de danza, una especie de Anna Pavlova, una prima ballerina serbia, famosa alrededor del mundo—, y comenzó a prostituírse con periodistas y soldados, a cambio de barras de pan, sopa caliente o fomentos para proteger el muñón de la pierna derecha que todavía conservaba su madre; a cambio de un trozo de chocolate, y porqué no, uno que otro cigarro.

Gracias al cielo encontró la oportunidad de saltar hacia América, donde no había bombas rociando su pueblo, ni ráfagas nocturnas, ni francotiradores. Llegó a México de manera fortuita, después de años de trotar por aquí, por allá, y encontró el mejor destino disponible ante sus circunstancias: alquilarle su vida a un lenón y bailar en el table —en el caro, el de lujo— que era una especie de caricia al sueño grande, el de los escenarios magníficos, el cisne en arabesque, en demi-plie, el que giraba con suavidad poética al ritmo de las grandes orquestas, bajo la guía de directores temperamentales.

A fin de cuentas sí era bailarina, y eso le había asegurado a su madre cuando le escribió relatando que al otro lado del océano, lejos de la tierra que la vio nacer y que la expulsó a balloneta calada, había encontrado su sueño. No le dio detalles —por supuesto-del tipio de danza que practicaba, ni le explicó que se desnudaba en el regazo de los parroquianos, simplemente dijo —con verdad- “bailo para ganarme la vida”.

En tanto esperaba a su compañera, contempló con un dejo de tristeza la iluminación del Paseo de la Reforma al final de la avenida, y sintió un nudo en la garganta. No hay peor melancolía que la que surge de lo que no pudo ser, de lo que no pudo existir. No hay peor tristeza que imaginar un futuro que nunca llegará.

Helena sonrió lacónica, mirando nuevamente el Longiness viejo, conformándose con haber salido del infierno, sabiendo que el baile erótico, aunque aniquilaba al cisne mágico del ballet, y sustituía al arte por un soez y humillante espectáculo de sus carnes, era mil veces más digno que la prostitución por hambre, que el sometimiento por medicina. El baile que ella practicaba, al menos, estaba más cerca de la sublime expresión artística que emanaba de las notas de Saint-Saëns, que de la promiscuidad del sexo en las trincheras, entre los escombros, entre detonación y detonación. De alguna manera, esa era su propia interpretación de la Muerte del Cisne, su ausencia en escena a cambio de un poco de dignidad. Era todo lo que pudo conseguir, eso, y una compañera que sí la comprendía, que entendía lo que requería, y le permitía olvidarse de los hombres que cuando no la violaron, la usaron como objeto desechable o, como ahora, una simple mercancía de alquiler.

Respiró profundo el aire frío de la madrugada y encendió otro cigarro con filtro. Por detrás de ella sonó la bocina de un cláxon, era el Accord blanco de su compañera. Abrió la portezuela, subió, y sin decir palabra, le estrujó por las costillas, le besó los labios apasionadamente y le dijo, con una lágrima salada que corría lentamente por su mejilla exageradamente maquillada: “nunca más despreciaré un abrazo, aunque ese abrazo provenga a veces del mismísimo infierno”.

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