La Navidad desde el más acá: Felicidades para Moros y Cristianos

Por el Lector Americano 
Túnez, 23 diciembre 2021

A veces lo complicado de las fiestas de fin de año es, que en el combo viene la también Navidad. La Navidad intensa y con mucha ilusión si tienes niños. Para los agnósticos, ateos o creyentes heterodoxos, esto es lo más difícil. ¿Será por eso es que mis niños me han preguntado por el niño Jesús en estos días? O si es Cristo, o si es Dios, ¿o quién es? También me han preguntado quién es su papá. ¿O dónde estaba su padre cuando lo crucificaron?

En fin, preguntas ingenuas y profundas a la vez. Quizás por eso es que sería menos estresante si las fiestas de fin de año no tuvieran Navidad. Pero es así, porque yo mismo lo viví de niño en mi Chile natal. Debería ser más ligera –supongo yo– y así rendirse ante la liturgia navideña salpicado de un poco de espíritu religioso, o por lo menos ir a la misa del gallo, por ejemplo. Pero la verdad, en nuestro caso, Sonia y yo, no es así. Y hoy, que vivimos en un país musulmán, esta cuestión es un debate permanente con los niños. Qué si Jesús hubiese sido mujer, qué dónde estaba su padre cuando los romanos le dieron muerte, preguntan al unísono mis niños preguntones. Eso. Pero yo que fui católico toda mi juventud y niñez, tengo una noción tibia y sepia de la noche de Navidad. Porque sé que hay que prepararse para “una noche de Fiesta”. Y sí, tuve muchos años la gracia de la fe, y la Navidad concentra mi núcleo duro de emociones habitualmente disperso, pero, ojo, está allí.

Oye, es imposible ignorar el nacimiento del niño Jesús cuando llega la Navidad, y debe ser, pienso ahora, porque en el fondo la llevo agazapada en mis recuerdos, y la edito superpuesta entre otras fotografías, y anhelo la Navidad perfecta con tanta energía que no disimulo mucho, porque me pongo más vulnerable, y sé porqué me pongo melancólico, y me miro al espejo, palpándome algo que me falta, y extraño a alguien, y le doy abrazos y besos a todos. Y miro la hora a ver cuánto falta, y me refugio como niño en mis niños, descansando en ellos para aguantar los malos tragos de las cosas que pasan. Difiero las preguntas que nunca puedo contestarme, y comemos como sibarita, y ya que estamos, me aturdo con copete, y miro embelesado de lejos los fuegos artificiales, pero rechazo los estruendos que son estruendos del alma, y finalmente me voy a la cama después de haber pasado la prueba de papá corazón, el esposo abnegado, el niño que fui, he sido, una vez más, partícipe voluntario de más Navidad.

Interregno… 
Ahora un cuentito de Navidad. 

La edad de la inocencia 
La madre de Truman Capote era una adolescente cuando él nació. Su matrimonio con un hombre de negocios de Nueva Orléans duró apenas un año. Los dos decidieron dejar al hijo al cuidado de la familia materna, una clan numeroso, religioso y alcohólico que vivían en Alabama. Capote, hasta los siete años, casi no conoció a sus padres. Estaba al cuidado de una prima vieja y ligeramente inválida llamada Sook. Fue Sook quien le habló de Papá Noel. También le enseñó que todo lo que sucedía era voluntad de Dios. Y fue Sook quien un día llegó con una mala noticia: el padre de Truman lo pedía para que pasara con él la Navidad en Nueva Orleáns. El niño lloró sin consuelo. Nunca había salido de la granja. Nunca se había dormido sin que Sook le acariciara la cabeza. “Pero es la voluntad del Señor. Y, quién sabe, quizás hasta veas la nieve”, le dijo su tía. Truman se dejó convencer porque, como todos nosotros, tenía una Navidad interior e incompleta, y en ella había nieve, mucha nieve para que se deslizara el trineo de Papá Noel. Claro, el niño Truman no sabía que en Nueva Orleáns eso era imposible. Tampoco sabía que en muchos lugares eso es imposible. Esto incluye a casi toda América latina.

El niño viajó solo hasta la gran ciudad y allí se encontró con su padre, que era joven, y adorable. Lo recibió con los brazos abiertos, y aunque era un “bon vivant” (buen vivir en francés) que presenciaba con cierta angustia cómo su hijo estaba criándose como un puritano fanático que no podía dormirse sin orar. El niño había pasado de la granja de Alabama, a una casa de ciudad llena de elegancia y mujeres, muchas mujeres mayores que su padre. Su padre parecía encantarles a todas. Truman presenciaba extrañado el espectáculo: ¿por qué en esa casa siempre había música, baile, terciopelo y mujeres? Tardó bastante tiempo, años, en saberlo. Su madre un día se lo dijo: su padre era un gigoló, un mantenido. O así lo relata en el cuento, Una Navidad, Truman Capote, que le sirve como postal de su primer fin de la infancia. De cómo su padre se sorprendió cuando él comenzó a hablarle con mucha ilusión de Papá Noel. El padre calló. Organizó una fiesta de Nochebuena, o la fiesta que pudo: llena de elegancia y mujeres mayores que él, una fiesta a lo Gran Gatsby, una fiesta pagana, un pretexto para que hubiera baile y música, y Truman miraba desde el balcón. Lo vio bailar con una mujer elegante, lo vio llevarla a un costado y besarla en la boca. El niño no entendía por qué su padre besaba a una mujer mayor y que no le había sido presentada. ¿Esa era la esposa de su padre? Si era importante, ¿por qué no se la había presentado? Capote niño se enojó tanto que no pudo dormir. Y se quedó despierto y vio cómo la fiesta terminaba, y cómo su padre, después, ponía todos los regalos de Papá Noel en el árbol. De madrugada, el niño bajó a abrir los paquetes.

La decepción no le entraba en el pecho. Papá Noel no había llegado, tenía que avisarle a Sook (“Ahora seré yo quien tenga que decirle la verdad a ella”). En los paquetes había un revólver de juguete (“Bang. Bang. Bang”). Los falsos tiros despertaron a su padre. Él fingió no haberse dado cuenta de nada. Su padre le preguntó si le habían gustado los regalos de Papá Noel. El niño dijo que no. Que en realidad quería un avión enorme y muy caro que había visto en una juguetería. Su padre accedió a comprárselo. Su padre tenía que pagar.

Un día después, en la terminal del bus, cuando estaban despidiéndose, su padre, que estaba muy borracho, lo apretó muy fuerte contra sí.

–No voy a dejar que te vayas. No puedo dejar que vuelvas con esa familia de locos. Mira lo que han hecho contigo. ¡Un niño de siete años hablando de Papá Noel! Todo es culpa de esas viejas solteronas agriadas, con sus biblias, de esos tíos tuyos, todos borrachos. Escúchame, hijo. ¡Dios no existe! ¡No existe ningún Papá Noel!
Truman escuchó. Viajó hasta Alabama y le contó todo a Sook. Ella lo tranquilizó. Le dijo con voz dulce que por supuesto que Papá Noel existe, que tiene tanto trabajo que reparte las tareas y a veces quienes quieren mucho a los niños son quienes ponen los regalos en el árbol. Y le dijo que no pensara más en eso, que contara estrellas y que intentara ver cómo la nieve caía entre las estrellas. Le advirtió que era difícil verla, pero le aseguró que la nieve caía entre las estrellas; “La estrellas destellaban, la nieve se arremolinaba dentro de mí”, sintetiza, y termina Truman Capote su cuento de navidad.
***
Ahora yo mismo. ¿Vieron su propia postal? Así como lo relata Capote, lo difícil de la Navidad es ponerse a prueba uno mismo, y ver si eres capaz de ver nieve cayendo entre las estrellas, o si, por el contrario, sólo puede resignarse a la verdad que, como sabemos, después que dejas de ser niño a veces te pega duro, o te da revancha si eres padre. Incluso cuando vives en una ciudad que nunca nieva, que llueve con arena del Sahara, que te muestra un camino bifurcado entre creer, tener fe o rescatar al niño interior que siempre está allí agazapado.

Felicidades y buen fin de año para Moros y Cristianos.

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