Muerte por inyección letal. Foto: YouTube.com
Por Alfonso Villalva P.
Escuché la puerta cerrar herméticamente con un estruendo seco, definitivo. Su pesada estructura, semejante a la de una bóveda bancaria, pareció un anuncio elocuente de que ya no había marcha atrás, no habría mañana.
El guardia me repitió las mismas indicaciones que me habían dado en ocasiones anteriores, me preguntó si me habían hecho un lavado o si había mantenido mi ayuno. Con movimientos firmes pero mecánicos, me indicó mi posición, recordándome que debía subir la camilla por mi propia iniciativa, y con mis propias fuerzas.
Le miré directamente a los ojos y, muy dentro de mí, escuché una voz que decía púdrete en el infierno, gringo maldito. Pero la rigidez de los músculos de mi mandíbula, me impidió articular esos sonidos que hubieran aderezado un poco la situación, aunque nada, pero nada, hubieran logrado cambiar.
Me coloqué al costado de la camilla y fue entonces cuando levanté la mirada hacia la gran ventana colocada al frente del pequeño laboratorio de exterminación. Mi madre, mi abogada, la familia del güero ese que me escabeché hace mucho tiempo…, público, y más público. A que vendrá tanto cretino aquí, reflexioné, qué no disfrutarán más de ser espectadores de otro tipo de espectáculos. Qué tal el Americano, o el Beis, aunque sea el Basket.
Yo no sé para qué tanta jalada, si yo ya estaba bien muerto desde el momento en el que abandoné mi celda, desde el momento en el que caminé los metros más inevitables de mi vida, desde que supe que de allí solamente saldrían, en las próximas horas, las órdenes correspondientes que programarían mi funeral con la debida anticipación.
Sin que yo lo hubiera decidido libremente, de mi boca comenzaron a salir una serie de palabras pronunciadas por una voz quebrada que no reconocí mía en un principio. Perdón, perdón y perdón. ¡Pero que estupidez!, después de haber provocado daños irreparables. Si lo quisiera, en realidad, es pedirme perdón a mí mismo, por no haber sido lo suficientemente hombre para escoger otro camino, por haber hecho de mi estulticia, el motor de mi depravada vida, por haberme atrevido a jalar el gatillo con tanta facilidad sobre el pecho de otro camarada.
Esa voz incontrolable por fin suspendió su rosario de perdones, el cual no excluyó, desde luego, a mi madrecita santa, que tanto sufre por mí, pero a quien olvidé a la hora de distribuir algunas dosis de polvos entre verdaderos niños que asumían la adicción, muy a modo de mi bolsillo, a la hora de pagar la salida con tres trozos de metralla.
Hubiera querido ser el dueño de esa voz para decir todo lo que siento, para explicar el miedo que tengo de morir a manos de un verdugo güero que probablemente disfrutará con mi muerte, o, al menos, alimentará todos esos apetitos discriminadores que engrandecemos los latinos cada vez que nuestras debilidades, nuestros abusos o nuestra vocación por los márgenes de la ley, galopan a rienda suelta por los senderos de lo que llaman el primer mundo.
Tenía miedo, pero no tanto como para desear con todas mis fuerzas, apoderarme de esa voz y decirle a mis paisanos políticos que dejaran de utilizarme para cooptar al electorado, que suspendieran sus juegos absurdos y su obstinación por gastar en mi persona –que ya no tenía remedio, punto-, y se pusieran a trabajar responsablemente para evitar que mi modelito de vida se repita, para crear las oportunidades que nosotros vinimos a buscar acá, para defender los derechos de quienes no son criminales, para darle seguridad a mis paisanos para que puedan emprender actividades rentables que les salven de las garras del narcotráfico. Para que eviten un ridículo al pedirle a otro gobierno que se abstenga de aplicar su propia ley, al modo que ellos, desde siempre, lo han hecho en mi tierra.
Soy culpable, ya lo he dicho antes. Mi abogada me explicó que quien mata aquí a un policía, se hace acreedor a este tipo de sentencias. Yo no lo quería, lo confieso, ni me parece tampoco que mi muerte resuelva nada; pero no hay remedio, yo ya estoy muerto. Siento más miedo conforme el pelirrojo aquél levanta el pulgar derecho para significar que todo está en su sitio. Y vuelvo a añorar ser dueño de la voz aquella para decir que lo merezco…, merezco sentirme perdonado mientras comienza el proceso que me paralizará el corazón.
No necesito más errores, que lo entiendan activistas y funcionarios de profesión, no necesito que por mi causa perdida el gobierno de mi país afecte los intereses de otros millones de mexicanos, ni que se gaste el dinero que hace falta en tantas otras cosas más. ¿Cuánto han gastado en mí que no lo merezcan los que hoy, después de haber tratado de ganarse la vida honestamente, morirán igual que yo, con la panza vacía? No, no necesito eso, ni tampoco la clemencia de ese bastardo que, desde sus oficinas lujosas y prácticas, el día de hoy, sin conocerme siquiera, tiene el derecho sobre mi vida y mi muerte. No! Lo que necesito es que alguien, al sur del Río Bravo, me escuche y busque la manera de evitar, en las causas, no en los efectos, un caso como el que hoy, definitivamente y con una inyección letal, está a punto de terminar.
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