Procesiones, tradiciones y el culto a la muerte

Por Maite Valderrama

“Quien piensa en el crucificado y adora al cuerpo colgado en la cruz de la resurrección aún está colgado él mismo en la cruz del pecado. No Me ha aceptado ni acogido aún en su corazón. Es decir que quien dice que sí al hecho del cuerpo en la cruz, aferrándose aún a la cruz con el cuerpo martirizado, no ha resucitado aún en Mí, el Cristo. Da testimonio de sí mismo, de que vive aún en la servidumbre del pecado y de que se deja influenciar por lo pecaminoso. Pues los demonios quieren ver al crucificado, la cruz con el cuerpo, que para ellos significa la derrota del Nazareno, no la victoria del Cristo. Con el cuerpo muerto en la cruz, quieren inculcar a la humanidad la idea de que el Hijo de Dios ha sucumbido al pecado. Pero Yo he resucitado y he regresado al Eterno. Os he traído la Redención. La cruz sin el cuerpo muerto simboliza la resurrección y la victoria sobre las tinieblas. Por eso todos los hombres que viven en Mí, y a través de los cuales Yo vivo, se atendrán a la cruz de la victoria, que no lleva cuerpo; pues al igual que Yo conquisté la victoria sobre las tinieblas, los hombres y las almas que conscientemente creen en Mí y hacen cada día más la voluntad del Santísimo, han conquistado la victoria sobre el pecado”. Hasta aquí una cita del libro «Esta es Mi Palabra. Alfa y Omega», de la Editorial Vida Universal.

Sin embargo muchas personas no sólo se aferran al culto de las Iglesias sobre la muerte, a las procesiones y a las tradiciones, que poco tienen de cristianas, sino que ni siquiera son conscientes del verdadero significado de los sucesos de Semana Santa. Siguen creyendo que Jesús de Nazaret tuvo que ser sacrificado como chivo expiatorio para apaciguar a un Dios encolerizado. ¿Quién sabe tan siquiera que la muerte en la cruz no hubiera sido necesaria si las personas hubieran aceptado a Jesús de Nazaret? Ya en aquel entonces el Nazareno hubiera podido traer el Reino de Dios a la Tierra si aquellos que se decían Sus seguidores hubieran cumplido las enseñanzas verdaderas del cristianismo.

¿Y cómo es en la actualidad? La mayoría de las personas que, en la creencia de seguir a Cristo, participan en las procesiones, no son conscientes de que con ello dan fuerza y apoyan la imagen que el demonio quiere, la derrota del Nazareno, pero que además siguen apoyando a una institución, que ya abrumada por los casos de sacerdotes pedófilos, pone al descubierto quiénes son y que justamente ahora por Semana Santa, vuelve a utilizar el recuerdo de la vida del Nazareno para tratar de encubrir con ritos y procesiones lo ya inocultable.

Para muchas personas la Semana Santa supone una situación de conflicto interno, pues por un lado desean participar del esplendor externo de la celebración, pero también desean seguir al Cristo que vive en el interior de cada uno y que no necesita templos ni iglesias. Sin embargo de esta manera también van descubriendo que Él, el maestro de la paz y de la humildad, hace tiempo que no está en las iglesias, tampoco en sus ritos y celebraciones.

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¿Qué significó para la humanidad el acto redentor de Jesús?

A través del acto redentor de Jesús de Nazaret en el Gólgota se evitó una disolución ulterior de todas las formas de vida. Este es un mensaje muy decisivo, que sólo por medio de la profecía dada en la actualidad, es transmitido otra vez a la humanidad.

Cristo no murió como un cordero de sacrificio para un Dios iracundo como lo exponen las Iglesias. Él murió en la fidelidad de Su tarea ante el Padre, porque los hombres no aceptaron Su mensaje. Para evitar que continuara un desarrollo de la humanidad hacia lo inferior, Él puso Su amor, en forma del destello redentor, a disposición de todas las almas y hombres. De este modo Él concedió a cada hombre y a cada alma la fuerza para volver libremente a Dios.

Los seres divinos que se habían puesto contra Dios querían la disolución de todas las formas creadas por Él, es decir, de todos los seres divinos, de la naturaleza celestial y de los planetas en los que viven los seres espirituales. Querían que todo lo creado regresara a la corriente original de la que el Eterno creó formas espirituales, divinas, puras, es decir ley divina eterna del amor que tomó forma. ¿Y esto por qué? Porque no aceptaban ser únicamente hijos de Dios, ellos mismos querían ser Dios, tener la capacidad para crear y ser omnipresentes.

Pero Cristo no ha borrado simplemente nuestros pecados, Él nos ayuda a cada uno de nosotros, enseñándonos una y otra vez a tomar en cuenta los Mandamientos de Dios, a reconocer en profundidad Sus enseñanzas, el Sermón de la Montaña, y a aplicarlos, para irnos así purificando y volver al origen, al Hogar eterno, donde todos regresaremos gracias a la obra del Padre eterno, realizada a través de Su Hijo por la redención. Todos nosotros vamos de regreso al Padre, desde donde partimos, pues en cada uno de nosotros hay un ser luminoso. Éste vuelve al Hogar del Padre. Pues Dios no crea ningún alma; Él creó el ser luminoso que está en lo profundo del alma.

Cada uno de nosotros es el templo de Dios. Dios vive en nosotros. Cuanto más cumplamos la voluntad de Dios, rigiéndonos por Sus legitimidades de la vida, por los Mandamientos y las enseñanzas de Jesús, tanto más nos acercamos a nuestro Padre celestial y tanto más consecuentes nos dejamos conducir por la mano de nuestro Redentor. Así podremos salir de la rueda de la reencarnación para dirigirnos hacia el Reino de la luz, hacia Dios, hacia Aquel que desde hace eternidades nos contempló y nos creó. Es muy consolador para nosotros los seres humanos, que después de la vida terrenal –en tanto se hayan cumplido los Mandamientos y las legitimidades de Dios– el alma pueda emprender el regreso al Hogar. Cristo dijo: «En la casa de Mi Padre hay muchas moradas. Si no fuera así, os lo hubiese dicho; porque voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo, estéis también vosotros». (Jn 14,2)

Las viviendas en el Hogar eterno están por lo tanto libres y nuestras familias espirituales nos esperan. Tienen ansias de volver a vernos y anhelan la gran unidad cósmica en la Casa del Padre, que es el infinitamente grande Reino de Dios. La fuerza de Dios nos irradia, por eso vinieron una y otra vez los verdaderos profetas y enseñaron a los seres humanos: «¡Cambiad vuestro comportamiento. Dirigíos a Dios. Dios es amor. El Padre os ama. Él ama a Su hijo creado!».

Él sería un Dios cruel si nos castigase o nos enviara a la condenación eterna. Pero no, Él es nuestro Padre que nos ama. Sólo nosotros mismos nos podemos en cierto modo maldecir cuando nos dirigimos a ámbitos oscuros de la existencia, lejos de Dios mediante nuestros propios pensamientos, palabras y actos oscuros, que son contrarios a la ley de la vida, nuestra verdadera herencia divina, que es amor desinteresado. Pero esta oscuridad surgida por propia culpa tampoco será eterna, pues la condenación eterna no existe, tal vez haya una larga y miserable existencia en tanto prefiramos las sombras. ¡Pero Dios es luz! Luz es amor y amor es calor, eso es Dios, nuestro Padre. Él nos ama y nos llama. Él nos envió a Su Hijo, el Corregente de los Cielos, para darnos la fuerza parcial de la fuerza primaria, una parte de Su herencia divina, para que tengamos una ayuda en el camino de regreso a la eternidad. Y esta ayuda es Cristo, nuestro Redentor, la luz de la redención en nosotros.

Cuanto más puros nos vayamos haciendo, más fácilmente falleceremos cuando llegue nuestra hora, pues sentiremos que Cristo nos toma de la mano y nos conduce paso a paso al Hogar del Padre. Entonces habrán acabado las encarnaciones y podremos dirigirnos directamente de regreso al Reino de Dios.

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