Por Alfonso Villalva P.
El abuelo sintió el calor de su mano en el antebrazo derecho, e hizo una mueca que pareció, por un instante, una sonrisa complaciente. Interiormente, ni siquiera condenaba que Max no se hubiese presentado antes, cuando la noticia de la trombosis corrió como pólvora ardiente por la boca de toda la familia, cuando comenzó la parálisis que capituló su capacidad de hablar. No importaba tanto, realmente. El punto era que había llegado antes, al menos, de que el abuelo se enfriase para siempre.
El abuelo le esperaba, por eso no se había ido al mundo en que los papeles dejan de tener utilidad, por eso, pues por lo demás…, ya estaba demasiado aburrido de tanta idiotez. Nuevo año, ni qué leches, en el fondo la modernidad solamente representaba otra oportunidad para que su hijo –el padre de Max- siguiera chupando de su cuenta bancaria. No le interesaba nada más, esperaba bien satisfecho con lo suyo, con lo que su tiempo le dio: ochenta y cuatro años bien administrados entre una buena esposa, largas tardes de tinto, una industria productiva, muchas horas de navegación en el Golfo con Max al timón, y una biblioteca grande que le dio, quizá, más satisfacciones de las que hubiera esperado.
-Qué nos queda al fin –pensó el viejo, sereno-, si no es este calor que siente mi piel, si no es esta tranquilidad de ver a Maxito, mi nieto, el preferido –por qué no- convertido en un hombre de acción, en una réplica de lo que siempre fui y compartí con él, con este bigotón…, desde que sus bigotes apenas se marcaban con la leche de chocolate que preparaba su abuela para la merienda.
Qué agradable era esa mano cómplice estrechando su esquelético antebrazo, y esa sonrisa de confianza en sí mismo –la de Max-, de satisfacción personal, de felicidad patente. Y nada producía demérito, a pesar de las interminables horas en que el abuelo tuvo que escuchar al imbécil de su padre –el de Max-, vociferar por el teléfono móvil, vituperar a la enfermera de manera soez, mientras tomaba de la mano –como quinceañero enamorado- a la cuarta esposa de su cuenta personal: una actriz de poca fama y senos rellenables, con una mirada que parecía declarar abiertamente, sí, soy una zorra, tengo calculadora integrada bajo mi diminuta falda, y me divierto exprimiendo al gilipollas de su hijo, que se deja explorar a cambio de cinco segundos de desbordamiento pasional y tres mentiras cariñosas.
¡Carajo! Y el abuelo con esa maldita inmovilidad, esa despreciable parálisis que lo tenía en estado de patata cocida sobre un catre de hospital de lujo. Qué lástima no haber podido levantar una mano y caerles a hostias, a su hijo, su mujercita y al eterno compadre de su hijo –también presente-, que había dedicado su vida entera a transformarse en sanguijuela profesional, alimentada por los beneficios que seguían fluyendo desde la cuenta bancaria del abuelo, al transitorio patrimonio de su hijo. Un par de bofetadas a cada uno, sí, sobre toda a la zorra que llamó inútil a Max… cínica. A los dos descarados que le llamaron cretino, mientras ellos estaban bien repegados a la cama del moribundo, en la especulativa espera del licenciado Fidelis, el notario de siempre, que no acababa de aparecer con unos buenos folios, listos para escribir un testamento razonable.
Max ni siquiera volteaba a ver a su padre, que seguía gritando, alterado, entre compra y compra de acciones –todas chatarra, porque hasta para eso era estúpido-. Así permaneció por más de diez minutos, conectado por los ojos con su amigo del alma, con su verdadero padre, ese señor que le regresó la confianza en sí mismo después de haberla perdido cuando lo obligaron a ir de pajecito a la boda con la segunda esposa de la cuenta, exactamente dos meses después del divorcio con su madre.
Se miraron así, los colegas –abuelo y nieto-, intensamente, sin parpadear. Y parecía que intercambiaban recuerdos, parecía que pensaban simultáneamente en aquélla vez de la casa de citas –la primera experiencia para Max- que sólo trajo guamazos con los guaruras de la Madame; en los domingos de toros con entradas de barrera, en las fugas repentinas a Veracruz con el instructor local de buceo de PEMEX que el abuelo contactó para hacer las primeras inmersiones; en los Carlos III que acompañaban con Jabugo y boquerones en tantos viajes a España; en las noches inacabables del Estudio 54 en Nueva York, cuando el abuelo, Don Pedro Balmorena, industrial respetadísimo, se anudaba la corbata Brioni en la cabeza, acaparaba a ocho o diez parroquianas para que bailaran con ellos hasta el amanecer, todo pagado y limusina en la puerta.
Parecían recordar juntos las noches de lecciones de historia para aprobar el examen correspondiente. El diseño de artimañas para introducir los famosos acordeones a la prueba final de lógica y filosofía, con tal de que Max acreditara, y pasara de año. Las madrugadas felices en que analizaron cartas náuticas hasta aprenderlas de memoria.
Por un momento, Max parpadeó con más lentitud de la acostumbrada, apretó más la mano sobre el brazo esquelético, miró nuevamente al abuelo, e hizo ese gesto tan suyo que delataba emoción, abriendo la boca, incrustando la lengua en la comisura de los labios. Se acercó un poco más, y moviendo los labios, sin sonido para no ser escuchado por los zopilotes de al lado, dijo al abuelo; -ya me casé con Lorenza, está embarazada. Sabemos que será niño, se llamará Pedro, como tú. Me voy a las Islas Malucas, me contrató la empresa de biotecnología que te platiqué. Bucearé para ganarme la vida-.
El abuelo había leído perfectamente sus labios, intensificó la fijeza de su mirada en las pupilas de Max, y de sus ojos comenzaron a salir lágrimas de buen tamaño, completamente saladas, que rodaron por sus pómulos pegados al hueso. Sabía que Max había logrado su sueño; sabía que Max eludió –con cierta ayuda de él- la estúpida cerrazón de su padre para enviarlo a Harvard, a estudiar algo especializado, para administrar el dinero del abuelo.
El abuelo miró con ternura a Max, quizá dándole las gracias por haber sido su amigo en una de esas oportunidades extrañas en que la vida permite camaradería profunda entre ascendiente y descendiente.
Finalmente, el abuelo hizo una nueva mueca que ahora sí terminó en sonrisa, y decidió, sin parpadear, que ya era suficiente, hora de irse, hora de buscar a sus muertos, con la tranquilidad de que Fidelis no iba a venir jamás…, todo estaba dispuesto, el muchacho ya tenía, sin saberlo, toda su fortuna, la que garantizaba muchas inmersiones en los océanos y la realización también, de los sueños del bisnieto, sin preocupaciones, salvo la de mantener al golfo de su padre, y a la zorra que tuviera en turno.
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