Una "Sanata Más…"

Por Carlos Alberto Parodiz Márquez
 
– ¿Cómo te andan las cosas Osvaldo? …
– Bien querido, trabajando mucho. Vos sabés que en esto, si te parás, te comen los ratones…
Insistí…
– ¿Pero realmente estás conforme?…
– Porque desde que se fue ASTOR a Europa no te he visto…
– Por eso pregunto…
– Bueno, mirá…
– Vos entendés que no es lo mismo, con ASTOR es otra cosa, pero laburar hay que laburar y yo no me quejo…
– Aquí hago dos entradas por noche y eso no te cansa mucho; lo que jode es la misma sanata todos los días; el repertorio es chico, sabés, además los muchachos hacen lo que pueden, aunque algunos no quieren mas guerra…
 
Mientras lo escuchaba, hablando su jerga particular, los lentes oscuros eternos, como la sonrisa desde donde caía una humildad desarmante, clasifiqué mi enojo, por sentirme incapacitado de juzgarle, muchas cosas censurables -no se donde saco que puedo juzgar-, pero, Osvaldo era así. Irradiaba esa sensación diáfana, que invitaba a la purificación inconsciente a quienes lo intuían.
Una clase de amigo que te duele, Me dije.
Para quien siempre deseas lo mejor, me conformé.
Tal vez por presentir que nunca lo va a lograr.
Tenía cuarenta largos y para el «ambiente» de la música popular, un pianista sin igual, pero condenado a no poder hacer lo suyo.
Lo más cercano que había conseguido era integrar el quinteto de ASTOR.
Este, el acontecimiento revolucionario del género, ganó prestigio Internacional, culminado en ese viaje a Europa, con olor a radicación «temporaria».
Paso que «sonaba» a fuga, vía dólares, igual a paz. Fórmula imprescindible, para algunos.
La epidemia contamina tanto a creadores como a mistificadores.
ASTOR viajó, dejando a los cuatro, «colgados de la percha».
A ellos les fue difícil todo.
El juicio crítico, muchas veces favorable, se convierte en obstáculo para conseguir trabajo porque, claro, «de repente sos tan bueno que te temen, no sea cosa que contagies talento y se vuelvan locos, haciendo las cosas bien», supo confiarme.
Por ésa causa, ANTONIO era violín de segunda fila en el Colón, «al fondo a la derecha». «QUICHO» buscaba, con respuestas copiadas; para un «bajista» de su categoría, nada; temerosos de pagar y él corría «la liebre». Osvaldo «hacía cambios, intentaba unirse a los dos, para «armar algo», pero no acertaban, a la hora de decidir el rumbo musical.
HORACIO, estaba «salvado». Director musical de una grabadora, el quinteto le significó distinción, recuperar respeto perdido, que ganara años atrás, cuando supo ser el mejor guitarrista del país.
El olor a «guita» alcanza a la prostitución de la capacidad.
Especulador, no contaba con las simpatías del resto. No le preocupaba.
Sí, la pérdida de «status», por disolución.
Pérdida de «seriedad» profesional, reconocidas y elogiadas, sobre todo en otros países.
Un hombre preocupado por las formas.
Osvaldo en tanto, un purista nato, un principista de la anarquía, sufría distinto, la misma situación. Lo sumía en la orfandad.
El orgullo es prisión con barrotes de cristal.
También presión en los costados virtuales de la vida.
La paciencia del entorno, a veces, tiene ritmo cardiaco.
Por allí vagaba, en las oscuras fronteras de la estupidez y la dulce credulidad de mi inocencia.
Por eso, en la mesa de café, viejo confesionario, me tiraba con la misma ansiedad, su necesidad de querer hacer algo mejor, estrellando letras y sonidos contra la pared de la experiencia probada.
 
– Innovar no es saludable…
– hacé lo mismo…
– lo viejo es éxito…
– «arreglá» lo probado…
– no arriesgues; «te quemás»…
 
Eran la suma de consejos de amigos, compañeros de ruta, locutores, supuestos especialistas en la música ciudadana, como les decían, tipos capaces de vender a la madre por un segundo de fama y, además, no entregarla.
Esa letanía siempre igual, era pesada, opresiva, agresiva, destructora.
Volví a mirarlo, detrás del humo del enésimo cigarrillo, sabiendo que no podía durar, que mentirse de esa forma tendría telón a breve plazo.
Lo vi rodeado de fantasmas.
De mitos y elogios.
De nada y de todo, pero invisible.
Sin poder.
Quieto.
Replegado.
Conforme.
Atado a una recomendación médica, cuidado con los bruscos cambios de Temperatura pasar de lugares cerrados, sin transición, corriendo riesgos en los pasajes súbitos del frío al calor.
Subiendo a un escenario, directo al piano, ataúd de sus mejores sonidos y repetir noche a noche el ritual asfixiante; el precio de subsistir.
 
– ¡… mozo …!
 
Este llegó. Saco y pechera blanca, luto en la garganta.
 
– ¡… dos wiskies … !
– ¿… tomás «Negro» …?
 
Me sonó como un estampido en la niebla.
 
– ¿estás loco Osvaldo?
– vos no podés tomar nada, pedí un té…
– ¡dejame de joder!…
– creo que me bajó la presión; uno, no me hace nada…
 
Repentinamente, presentí la tormenta.
Me ahogó el vértigo de una espiral desconocida.
Algo se alzaba, rugiente, en su interior.
Preludio de la explosión.
Aunque, yo, no la creía posible.
Al cabo de unas copas, un «crescendo» desagrado se convertía en constante.
Despectivo hacia todo y todos.
El mismo era su blanco.
Implacable fijación destructiva.
Yo sentía, ya, el dolor de cabeza que suele bloquearme.
Sucede, cínicamente, si hay problemas y mi integridad corre riesgos.
Resistí.
El afecto es un cordón de plata.
No supe si hacía bien.
Sí debía detener esa avalancha de amargura.
Canalizar tanto dolor, comulgante, expiado y purificado por el alcohol.
Me fascinaba.
Presenciaba el cataclismo, como un pasajero de la vida, testigo del apocalipsis personal.
Ni siquiera supe si me concernía.
Avieso, como un perro de jauría, cuidaba el privilegio.
Testimonial y sin compromisos.
Sólo ser el ojo, impresionando cada gesto.
No me atreví a mover un músculo.
Atraído por el misterio.
Capturado por la furia.
Una destrucción homicida, que Osvaldo desplegaba ante mis sentidos.
Maravillado y, por que no, horrorizado.
Comprensión.
Presenciaba el derrumbe.
La demolición de un hombre, por si mismo, ejecutada con delectación morbosa.
Recreándose.
Mirando las astillas en que iba convirtiendo su vida.
Hablándome.
Hablándose, de lo que pudo y no hizo.
Su juicio supremo.
La implacabilidad para el conjunto.
Se tonalizaba, fantasmal, el brazo en alto, extendido, blandiéndolo sobre cabezas invisibles.
Me sentí en una audiencia, con tribunal, jurado y gente.
Autorizado a presenciar el momento de uno consigo y nunca más.
El estaba transitando el puente de color, sonido y olor.
Se había parado en el umbral de la eternidad.
Permitiéndose elegir el instante.
Prescindiendo del destino.
Desafiando al tiempo.
Todo tenía transparencia celestial.
Era coherente.
Minuciosamente preciso.
Abrumadoramente cierto.
Descarnado y real.
La fuente parecía inagotable.
Auto de culpa universal.
Un estremecimiento, me sacudió.
Estaba en medio del torbellino.
La luz, al final, me asomaba al vacío.
Espacio sin retorno.
Testigo mudo que me convertía en cómplice.
¿A quien podría contarle, qué y cómo?
Que cosas dijo.
La velocidad ciclónica me enceguecía, marcando a fuego mi cerebro
Impidiéndome recordar.
¡…Nada…!
Todo se grababa, deslumbrante, para desaparecer con igual rapidez.
Alucinado, comprendí que cursaba el aprendizaje absoluto.
Accedía a la sabiduría vedada al hombre.
Estaba siendo revelado.
La carga de la verdad me atravesaba, convirtiéndome, azotándome.
Corría con el vértigo de la inmovilidad.
Me detenía ante el todo y nada, en la latitud infinitesimal.
Capturando su intensidad, sin retener.
Incapaz de volver la cabeza.
Tan próximo al crisol, que intenté hallar la fórmula, la forma, el método, para que el instante no fuese perecedero.
A mi lado una voz, abruptamente, hizo posible el regreso a la realidad.
Al café.
A Osvaldo, borracho.
A la noche.
A Buenos Aires.
Al «Almacén», en la esquina…
 
– ¡… Che … Osvaldo …!
– ¡… vamos, que tenemos la segunda entrada …!
 
Era RAUL, director del sexteto. Su director.
 
– ¡… No me digas que estabas tomando …! se quejó, amargo.
– ¡… por favor … ché …! luego de repasar el estado lamentable de Osvaldo.
– ¿… como tocaremos en el estado que estás …?
 
La mirada vidriosa de Osvaldo, agotaba las llamas infernales, pero guardaba peligrosos rescoldos.
 
– ¡ … Mirá RAUL … yo no voy nada …! amenazó, sin levantar la voz.
– ¡ … arréglense sin mí …! se confirmó, confirmando.
– ¡ … no toco más …! afirmó, afirmándose.
– ¿ … me oíste …? se interrogó, interrogando.
– ¡ … nunca más …! concluyó, convenciéndose.
 
La voz, pastosa, no quitaba inflexibilidad al tono.
RAUL no pareció advertirlo.
 
– ¡ … Dejate de joder …! persuadido de persuadir.
– ¡ … terminá la copa y vamos … conciliador y conciliado.
– … los muchachos deben estar subiendo … animándose a animarlo.
– ¡ … ché, Negro … – dirigiéndose a mí –
– … vos que sos amigo … – por él –
–           ¡ … convencelo, yo me voy para allá …!
– ¡ … justo hoy…que está todo lleno..!
 
Ví la desesperación en su cara.
Imaginé el salón.
La gente.
Los turistas.
Las explicaciones.
El dueño del «Almacén», ALVAREZ, un buen tipo, personaje de la discreción y el buen gusto, vocero de la elección, del estilo, no merecía desaires.
Le indiqué con un gesto, a RAUL, que lo dejara de mi cuenta.
Lo vi alejarse.
Volverse dubitativo.
Lento, procuré vencer la obstinación.
No supe ser original.
Los argumentos gastados, oxidan.
Eran inservibles para él y para mí.
MARIANO apareció.
El hermano menor y retobado que no transigía con nadie.
Hizo llevaderas las intenciones, después de desconfiar y hamacar sus dudas. Pareció adherir a la causa, pero quizás reflexionó sobre los apuros
posteriores de Osvaldo, con nombre propio, su mujer, el empresario, un futuro incierto, -el mismo de siempre-, graduaron la decisión y el cambio.
Antes y para pensarlo, ordenadamente, se tomó algunas copas, luego contribuyó a la disuasión conveniente.
Logramos abandonar el café, con paso inseguro, rumbo al «Almacén».
Fué duro verlo llegar al piano.
RAUL, transpiraba esperando.
Iniciar el primer tema le habrá dolido segundo a segundo.
El derrotero de Osvaldo, nada garantizaba hasta verlo sentado.
Un alivió voló sobre los enterados.
El público estrenaba su irrespetuosidad.
Lentamente, las sonrisas regresaban y las manos de Osvaldo, ajenas a su cuerpo, viajaban por las notas insomnes, perfectas, nuevas, relucientes, el sonido era virginal.
Vi el rocío en el pétalo del jazmín.
Su comunión.
Temas trillados y atacados por una fresca musicalidad desconocida.
Única.
Cerré los ojos comprendiendo que el hilo invisible todavía estaba allí.
Brotaba del teclado, adquiriendo perfil del nunca más.
La perfección indescriptible.
Avanzaba avasallante, con la tenue sonoridad que produce la contundencia.
Capaz de penetrar, embriagar, seducir, transportar, enmudecer.
¡Sí! ¡Enmudecer!.
Percibí que el murmullo se disolvía, superado, barrido, por aquella implacable riqueza sónica, convirtiéndose en cálido clima de vibración.
Las sensibilidades se agudizaban, recibiendo el mensaje purificador.
Todos, sobrecogidos por la magnitud, estáticos, confabulaban para detener el tiempo.
Nadie entró o salió del local.
Nadie se movió, era espectral.
Silencio cristalizado.
El final casual y leve, estalló hecho añicos, en ovación gutural, desgarrada, reclamaban la continuidad imposible.
Se advertía que su impotencia iba más allá.
Querían el segundo aquel, irrepetible.
Una escena estremecedora.
Osvaldo, distante, tuvo que ser avisado.
Abandonó el escenario.
Acodados en la barra, con ALVAREZ contagiando euforia, bebíamos.
Osvaldo, poseído por el infierno que lo consumía, era holocausto invisible y, tal vez, inservible para todos.
HERNAN, violinista exitoso cada noche, impresionado, solicitó en el micrófono, la presencia de Osvaldo, sustituyendo así, sin más, a su pianista, quien estaba presente en la sala, pero, como todos, desbordado por el episodio excelso.
Pude tocar la llaga abierta por el acontecimiento, en aquel músico.
Su anhelo impreciso.
Atrapar un fragmento del milagro.
Protagonizar el instante.
Osvaldo retornó, dificultosamente, al piano.
La tensión, que me arqueaba, cedía a medida que desgranaba la música.
Era el reflejo de la hoguera.
Su magia, intacta.
El fuego deslumbrante, sobrenatural, opacaba el trabajo de HERNAN, alejándolo de la escena.
Todo concluyó en un nuevo estallido.
El público, conmocionado, se retiraba confuso.
Buscaba explicaciones.
Osvaldo, desde el piano, sonreía.
¿A sí mismo?
¿Mirándose desde cada nota?
¿Parado en la música que vagaba entre las mesas?
MARIANO y ALVAREZ me arrastraron al escenario.
Nos sentamos.
Bebimos, una vez más.
Comentamos o comentaron.
Mi complicidad me sustraía.
EL, escuchaba, silencioso.
Cuando quedamos solos y los mozos ordenaban, ALVAREZ, que quería más, integró a MARIANO en la percusión.
No sé porqué, todavía, me oí pronunciando nombres … Peterson y Osvaldo, mirándome, indescifrable, traducía y así, Jobim, Villegas y aquellos que le habían importado.
Agotado el inventario, avecinando el final, cambió y comenzó algo nuevo, caótico, indefinible.
Ahí estaba.
La epopeya.
El poema.
El espacio.
La vida cantada por sí, ruda aquí, cristalina allá, murmurada, gritada, gemida, latente.
El siempre de las cosas.
Nos fuimos.
ALVAREZ quería llevarnos a una fiesta.
Caminamos galaxias de silencio, atravesando la oscuridad titilada de Buenos Aires.
Su voz sonó sorprendente, calma, natural …
 
– ¿Ché, Negro, vamos a comer algo …?, -me miró socarrón-
– no me jodas … fue una sanata más …
 
A OSVALDO TARANTINO IN MEMORIAM …
 
Carlos Alberto Parodiz Márquez escribe desde Alejandro Korn, Buenos Aires, Argentina. Fuente: ARGENPRESS CULTURAL)
 
 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Artículos Relacionados